– Che, soy feliz.
Marco Antonio era argentino, había venido a Barcelona cuando los militares tomaron el poder. Su hermano era uno de los desaparecidos. Con unos ahorros abrió una cafetería. Ahora tenía una clientela fija y gente nueva que acababa incorporándose a la fija.
– Pero no puedo decírselo a nadie, ¿viste? Está mal visto ser feliz. Si sos feliz sos tonto. La infelicidad es un signo de inteligencia, dicen. Hay que joderse.
La cafetería de Marco Antonio estaba siempre llena, su alegría contagiaba. Era curioso oírle decir con inconfundible acento porteño:
– ¿Un rico tallat curt de llet?
Y cuando notaba alguna sonrisa burlona explicaba:
– Acá es Barcelona. Acá es un tallat.
A veces se olvidaba y decía:
– ¿Un rico cortadito curt de llet?
Marco Antonio era la única persona capaz de atreverse a despedir a sus clientes, cuando salían por la puerta malhumorados por tener que empezar la semana, con un entusiasta “¡Excelente lunes!”.
Siempre sonreía. “Un placer volver a verle”. “Muchísimas gracias”. Decía que estaba interesado en la gente. Y era fácil darse cuenta de que su sonrisa era verdadera. Porque las sonrisas falsas son como las dentaduras postizas, al final se acaban cayendo.
Un día Marco Antonio se enamoró de una reina egipcia que se llamaba Carmen y había nacido en L’Hospitalet de Llobregat.
Después de dejar voluntariamente de estudiar, el destino de Carmen era empezar como cajera en el mismo supermercado donde trabajaba su hermana como dependienta y su padre como encargado.
Pero a Carmen le atraía más ser reina y una tarde de agosto decidió marcharse de casa para probar suerte como estatua humana en la Rambla de Barcelona. Se disfrazó de Cleopatra y se hizo amiga de Che Guevara, de un demonio con tridente y de uno de los robots de Star Wars.
Y de Marco Antonio.
Muchas veces, después de echar abajo la persiana metálica de la cafetería, Marco Antonio deambulaba por la Rambla de camino a casa. Le gustaba la Rambla porque tenía alma, decía. Alma de tango. O de bolero.
A esa hora, algunas de las estatuas humanas hacían un paréntesis en su trabajo y era posible ver a un ángel sentado en el bordillo de la acera con los faldones de la túnica arremangados y comiendo un bocadillo de jamón. A un esqueleto fumando un cigarrillo apoyado en un árbol. A Charles Manson compartiendo banco y conversación con unos jubilados. O a Darth Vader echando una partidita de mus con Obi Wan Kenobi.
En uno de estos intermedios conoció a Carmen.
– Sos la mujer más requetelinda que vi en mi vida, Cleopatra.
– Me llamo Carmen.
– Sos la mujer más requetelinda que he visto en mi vida, Carmen Cleopatra…
Al cabo de unos meses, Carmen dejó la pensión que compartía con Che Guevara y se trasladó al pequeño estudio de Marco Antonio. El propietario de una pajarería, amigo de Carmen y admirador suyo en silencio desde hacía varios años, les regaló un loro al que le compraron una jaula más grande y le pusieron de nombre Octavio.
– ¿Por qué Octavio? – dijo ella cuando él lo sugirió.
– Por si acaso.
– ¿Por si acaso?
– ¿Vos no creés en las reencarnaciones? Yo sí -y se reía-.
Reían a todas horas. También tenían largas conversaciones.
– Creo que no soy de este mundo- suspiraba Carmen-. Cuando una situación me hace sufrir me repito a mí misma “No estoy aquí. Esto no me está pasando a mí. No estoy aquí. Esto no me está pasando a mí”. Y claro, casi nunca estoy aquí.
– Yo siempre he sido de este mundo. Pero lo sobrevuelo – sonreía Marco Antonio.
Entonces Carmen lo miraba como si acabase de descubrirlo, se acercaba muy despacio y le besaba mientras él buscaba la profundidad de su pelo para hundirse en ella.
– ¿Sabés Cleopatra que los antiguos egipcios creían que pronunciar el nombre de una persona que murió era una forma de volver a darle vida? Este… ¿me vas a dejar verlo?
– ¿Verlo? ¿El qué?
– Mi nombre. Mi nombre en tu boca. El día que ya no esté con vos.
– ¿Y si muero yo primero?
– Eso es imposible. Todo el mundo sabe que Marco Antonio murió antes que Cleopatra.
– Y que yo me suicidé después.
– Lo siento mi amor. Pero sólo se les está permitido suicidarse a las Cleopatras. Las Carmen Cleopatras se quedan siempre vivas y felices.
Pasó un año. Y dos. Y tres. Y luego, en un suspiro, cuatroycincoyseisysieteyochoynueveydiez. Pasaron 11 años y seguían juntos.
Y todavía seguirían juntos si un ataque al corazón de Marco Antonio no le hubiese borrado la sonrisa.
El día que lo enterraron llovía.
En el cementerio, bajo el paraguas, Carmen sintió deseos de morir también y diluirse en el agua como una gota más. Pero un viejo recuerdo que pasó de puntillas por su mente hasta instalarse en ella le hizo cambiar de idea.
Desde entonces algunos turistas que pasean por las Ramblas se detienen intrigados frente a una estatua dorada de una reina egipcia de carne y hueso que apenas respira ni pestañea pero que, sin embargo, de vez en cuando mueve los labios susurrando algo que nadie consigue escuchar.
Como una letanía.
O un mantra.
O una promesa.