La crisis sanitaria que se comenzó a vivir en una ciudad china y que a su vez creó un estado de alerta seguido del confinamiento de la población, y que más tarde fue exportada a Europa, en la actualidad mantiene en jaque a gran parte del territorio mundial.
¿Es en realdad tan poderoso el virus conocido como Coronavirus, y renombrado de modo científico como Covid-19, como para que transcurrido un tiempo considerable desde su manifestación esté controlando al mundo? Ni tan siquiera los países no afectados –por las propias características del virus y su no desarrollo en temperaturas cálidas, según se ha explicado- quedan al margen de ello, pues se han visto en la necesidad de cerrar o como menos controlar con más exigencias sus fronteras.
Cabe preguntarse quién mueve los hilos del mundo. Un mundo tan desarrollado que puede clonar humanos, crear vida artificial, pasearse por el espacio sideral, lidiar guerras por control remoto, bombardear desde aviones teledirigidos, espiar cada uno de nuestros receptáculos móviles, controlar cada información y hasta nuestro más íntimo minuto de sueño. Incomprensible.
En la medida que la pandemia declarada por la OMS se ha extendido a territorio europeo hemos sido menos capaces de controlarla. No hubo necesidad de que toda la población china fuese confinada en sus casas a pesar de ser (según consta en todo registro de investigación conocido) el país de aparición causal del virus. Sin embargo, según fue invadiendo Europa y en tanto que investigadores de todo el mundo comenzaron con su trabajo de aislar el virus para encontrar cómo combatirlo y erradicarlo, la presencia viral se ha hecho magnánima, ha colapsado hospitales, reportado miles de muertes y confinado a los ciudadanos de grandes y pequeñas ciudades, y según demuestran las noticias actuales, de gran parte del mundo.
Un estado de alarma necesario que se ha convertido en una alarma social, que quizás muchos no consideren necesaria e inevitable. Socialmente no estamos preparados para cerrar puertas y ventanas a la vida. La humanidad ha aprendido que es un ente social activo en constante intercambio con el exterior. Tiene como costumbre habitar el espacio que le rodea, y aunque al caminar por las calles se tropiece con cientos de coterráneos y sin reparar prácticamente en ellos siga de largo, sabe que hay alguien que puede detener y tocar a su lado.
Las ciudades que por conciencia social y disciplina han acatado el estado de alarma y la medida de salir a la calle sólo por necesidades de primer orden, se han convertido en ciudades de gaviotas y palomas, y de pájaros enjaulados. Es tan grande la oferta social que se ofrece de puertas para afuera que el hombre depende de los hábitos adquiridos. Tomar café en una terraza, mirar cómo una grúa alza elementos prefabricados, sentarse a tomar el sol en un banco compartido… También son numerosos los entretenimientos domésticos gracias a internet con todas sus App y plataformas televisivas, que de la mano de los juegos de mesa tradicionales podrán hacer más leve estar encerrados en casa. El intelecto, esa arma persuasoria contra las situaciones adversas juega también un papel importante, y habrá quien dedique el tiempo a enriquecer su acervo cultural, a documentarse sobre historia, o simplemente dedicarse a escribir un artículo sobre la influencia del Covid-19 en el comportamiento social. Un gran abanico de posibilidades se abre ante nosotros, pero aun así será difícil afrontar esta situación en caso de extenderse más de lo previsto.
Quizás porque inconscientemente la población entiende el estado actual como si fuese un estado de guerra y penurias, es que arrasa con todo tipo de alimento y enseres domésticos de limpieza e higiene. Frente a esto se alza la crítica en los informativos y se hace un llamado para evitar un caos alimenticio, pero la reacción es lógica. Ante la idea de un confinamiento sin fecha límite y de las limitaciones de desplazamiento de todo tipo, más el no poder hacer el aperitivo en el bar o comer unos macarrones o lentejas en el descanso laboral, la población necesita llenar los huecos vacíos en los armarios de la cocina. Pensar en no poder adquirir alimentos porque los estantes de supermercados están vacíos se convierte en un estado de imposibilidad de reaccionar con visión de futuro. ¿Y si se extiende dos semanas más?, es lo que cualquiera se preguntaría. Desayunos tristes, comidas con prisas porque se acerca la fecha de caducidad de los productos acumulados, juegos de mesa ya aburridos y toda la colección de Netflix o Filmin visualizada (curiosamente la película Virus ha subido de categoría al número 7). Los que aprovechan las páginas de contactos para extender sus redes de amigos y conquistas se preguntan para qué, si no podemos quedar. Incluso los más atrevidos que podrían decidir tener contactos hots on line tendrían que reprimirse al tener a toda la familia en casa. Ya sé que de esto se salvarían los lobos y las lobas solitarios, pero seguro estoy que después de quince días también estarían hartos.
Como suele ocurrir, aparecen las consoladoras –hasta cierto punto- iniciativas de apoyo, como una que recién vi en televisión sobre alguien que se dedica al deporte de las motos y que va por su casa montado en ella hasta para cepillarse los dientes. Esta iniciativa de apoyo debería ser sancionada pues solo consigue recordarle al ciudadano medio que vive en una cáscara de huevo, más aún cuando el susodicho motorista atraviesa sobre ruedas el salón y sale a una esplendorosa terraza. Por otro lado, están los futbolistas que se colocan mascarillas a modo de ¿reivindicación? por jugar un partido. Gran diferencia con los cientos de personas que también se las colocan para ir a trabajar o forrajear papel sanitario por mercados, por un salario notablemente inferior. Igualmente, uno termina agradeciendo estas muestras solidarias, aunque pertenezcan a otra dimensión social.
¿Y qué hacer con ese colectivo al que le es imposible cumplir con el confinamiento y que tiene como escenario vital las calles? Los llamados “sin techo”. No hay capacidad para ellos en los albergues sociales, y en los comedores, donde habitualmente encuentran un rato de sosiego y, llamémosle, colectividad, la medida tomada en muchos de ellos es repartir los alimentos en bolsas a manera de picnic, como se ha referido en el noticiario, una manera de mantener la distancia preventiva. Como si ya la sociedad no los mantuviese detrás de la raya. La pandemia no se frena ante los estatus sociales, estos hombres y mujeres que viven en las calles y duermen entre cartones y frazadas viejas están expuestos a las mayores gotas víricas del mundo, y aunque para ellos los esfuerzos sean de última hora y escasos, es un hecho que contrasta con los casos positivos de Covid-19 entre políticos, jugadores de fútbol y entornos de la realeza. Digamos que algunos podrán contar la historia desde la realidad.
En la repercusión causada por esta pandemia, resaltan a mi juicio imágenes distantes entre sí, y no sólo geográficamente. Una es ver zonas verdes en la ciudad de París repletas de gente tomando el sol y leyendo, charlando como si no fuese con ellos esto del coronavirus; otra es la ciudad de New York con sus teatros cerrados, algo que solamente ha ocurrido durante tres días a causa del 11M. Sigo preguntándome entonces, qué mano mueble los hilos. En Italia, país muy afectado por el virus, se sobrepasa ya la cifra de muertes en comparación con China, donde surge la pandemia, y en España el caos cada vez es más colectivo. Algo no acaba de funcionar del todo, pues los recursos sanitarios amenazan por colapsar. No son las grandes ciudades las más desafortunadas, pues en ellas estos recursos suelen ser mayores. En Igualada, ciudad catalana (principal foco de la comunidad autónoma), cada día la situación se hace más precaria, y la ayuda ha de ser inminente. De eso se trata. Ser racional con los recursos. Ser disciplinados a la hora de acatar nuestras responsabilidades, porque la vida es responsabilidad de cada uno de nosotros.
Conversaba con una amiga que se encuentra en Quito, Ecuador, donde fue a pasar un mes con amigos y se ha quedado “empantanada en las alturas”. Le decía que algo hacemos mal en Europa que ni el estar confinado hace al menos que disminuya o se estabilice el contagio, al margen de las fases propias de evolución del virus. Comparábamos nuestra situación con la “exitosa” gestión china y sus palabras fueron: Para una epidemia nada mejor que una dictadura, no hubo un chino no autorizado que se atreviese a salir de casa.
Supongo que a muchos les ocurra como a mí, que me siento al margen de la situación social que estamos viviendo, lo cual no es por falta de preocupación ni de insolidaridad. Es algo más simple y más preocupante: el por qué. Anoche mi sobrina me preguntó. Papa, ¿tú no tienes temor ni nada? Ninguno. Me mantengo ajeno –le respondí. ¡Serás cabrón!, concluyó.
Y es cierto. Y aunque acate la exigente sugerencia de confinamiento, y consuma Netflix y comparta videoconferencias con amigos que desde otros lares se preocupan de lo que está pasando aquí (y que ven cómo se les aproxima), y construya cosas, y pinte, y tome café en exceso y coloque un candado de combinación en la nevera para ver si la olvido y no comer en demasía a causa del aburrimiento y del tedio, echo en falta salir a la calle, tropezarme con la vida, habitar el espacio, y de paso intentar saber quién está moviendo los hilos que manejan al mundo.
Guillermo Torres
Barcelona, 20 de marzo de 2020