Si hay algo que anhela el hombre desde siempre es la libertad, incluso hasta sin haber estado privado de ella. El hombre anhela un concepto, un estatus, una posibilidad…
He leído que para ser libre basta con un libro y una bicicleta. Una te lleva y el otro te dice hacia dónde ir, y quizás aquí es donde comienza el viaje. Recuerdo cuando aún viviendo en La Habana me llevaron detenido en una madrugada porque no encontraron a nadie más que llevarse de mi casa en Cojímar. Ya empezaba a amanecer y los curiosos se agrupaban en la acera de enfrente, en lo alto del mercado, como presenciando un espectáculo en el teatro griego, y yo me veo, con mi desmesurado bigote y mis pelos revueltos recorriendo los metros de acera del jardín tras decirle a mi abuela: No te preocupes, regresaré pronto. Detrás, en el portal, mi tía Elena y mi amante de aquella época, paralizados, no lograban salir de su estupor. En la calle, en fila india, tres carros de la policía cargados con todo lo que pudieron cargar y confiscar, con la intención de comprobar si su procedencia era legal o no. Entre los vecinos, miradas de comprensión, de rabia y de apoyo en muchos, y también de odio en algunos que quizás odiaban la libertad con la que había vivido siempre.
Todo esto pierde importancia ante un hecho que sucedió una hora más tarde, cuando ya en la estación de policía de Alamar me registraron -en todo sentido, de cuerpo y administrativamente- y me condujeron por angostos pasillos hasta llegar a una puerta. Tras el oficial aclararme que era una celda de tránsito, la puerta se cerró detrás de mí, y mirando a la insulsa pared que tenía delante, comprendí el verdadero significado de la libertad. En mi mente desfiló entonces un recuerdo ajeno, el de García Lorca cuando lo encierran en un calabozo y se estremece ante el ruido sordo de la reja.
Nunca he estado muy seguro, pero es posible que ese haya sido el inicio de mi viaje hacia la libertad, aunque también pienso que fue el final de la libertad con la que había vivido y ejercido mis derechos, y mi forma de ver la vida.
Por lo general estas cosas en Cuba tienen sus consecuencias, pero sobre todo si uno les da cabida en el día a día. Yo decidí ganar la batalla. Durante semanas y meses reclamé puntualmente todos los miércoles las pertenencias que me habían sido requisadas, hasta que un buen día -ya sea por mi insistencia o porque se cansaron de usarlas en la estación de policía de Dragones- me vi parado en la acera, en plena calle, cargado de televisor, grabadora, cintas de música, video y películas VHS, teléfono y no recuerdo cuantas cosas más. Había conseguido un pequeño triunfo, por así decirlo, recuperar “mis cosas”, a pesar de que adivinaba tras las sucias ventanas de la estación las risas policiales… ¡A ver qué hace con todo eso ahora… tirado en la calle! Otro pequeño paso a la libertad fue la amabilidad de un camionero que paró en seco justo a mi lado… ¿Te soltaron ahora? -preguntó. No, a mí hace meses. Ahora me devolvieron estas cosas. No lo pensó dos veces y me ayudó a subir al camión mi comprometida mudanza. Mira que yo voy para Cojímar, le dije. No importa mi hermano, yo soy de Guanabacoa.
Esto ocurrió a finales de los ochenta, creo que en 1989, y mi venganza fue seguir viviendo en la isla haciendo gala de mi libertad hasta 1991, incluso descartando las posibilidades de salida que me ofrecieron varios amigos. Continué trabajando en la editorial como si nada hubiese pasado, como si los cuatro días de calabozo hubiesen sido un fin de semana en Varadero. Algo había cambiado, incluso mi concepto de vacaciones en Varadero. Pasados unos años decidí “irme”, era algo que había logrado tener claro, y reconozco que me costó mucho, hasta tal punto que teniendo en agosto todas las “liberaciones gubernamentales” de la época en mano, compré billete de avión hacia Madrid para el día 2 de noviembre, ante el asombro de la empleada de cubana de aviación que me ofrecía un billete para el domingo más próximo.
Puede que esta decisión fuese mi homenaje a la libertad y a mi vida, a mis amigos, entrañables y eternos. En mi equipaje, un montón de cosas que hablaban por sí mismas de mi no regreso, y entre esas cosas no acabo de comprender por qué me llevaba el bate de béisbol de mi infancia. Más tarde comprendí que quizás daba cabida a que mi nueva libertad se resistiera, y en la vida hay que estar preparado para todo, incluso para abrirse camino a batazos. Por suerte no lo necesité y quedó en manos del hijo de unos buenos amigos.
Reconozco que el haber cambiado de país no afectó mi concepto de libertad. Fue solo una extensión de cómo había vivido, y por esto aún me pregunto si la libertad es el comienzo o el fin de un viaje. Esta es una sensación que he podido experimentar en diferentes lugares del mundo, y en cada uno de ellos ese concepto ha tenido un matiz distinto. De pie, entre un sembrado de girasoles en Kenia, a escasos dos kilómetros del Kilimanjaro, mi visión de la libertad era no necesitar.
Ahora, cuando empiezo a ir de regreso en la vida y puedo mirar lo que he dejado atrás, me estremezco por no poder hacer más por quienes necesitan una mano o un simple gesto que le conduzca a su propia libertad. No a la libertad de abandonar sus raíces, sino a la libertad de decidir cómo y dónde vivir con dignidad, con ilusión, con ganas de hacer y de enseñar a otros de qué son capaces. Una simple cuerda podría ser el camino. Un libro y una bicicleta.
Barcelona, 4 de abril de 2021
Guillermo Torres