I.
Es tan difícil situar los márgenes del desarrollismo en Latinoamérica, como precisar sus causas políticas e ideológicas. Si acaso los proyectos de industrialización estratégica centralizada y de ampliación de los derechos políticos y sociales constituyeron un triunfo directo de un espectacular momento de movilización social a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX o si, por el contrario, fueron una estrategia de concesión planificada justamente para contener los espacios de influencia de los relatos socialistas y comunistas tras el triunfo de la revolución rusa de 1917, es un problema de interpretación que aun hoy goza de buena salud en la historiografía, la politología y la sociología regional. Sea cual sea el caso, hay un aspecto transversal a cada una de las experiencias desarrollistas latinoamericanas: a saber, la institucionalización temprana o tardía (según dependa) de un conjunto de demandas populares que prontamente trascendieron los límites de las disputas políticas y económicas puramente laborales
La salud, la educación y la viviendo ampliaron un campo de disputa, circunscrito a la reproducción de la vida, que los estados nacionales debieron enfrentar con nuevas perspectivas y estrategias que ya poco tenían que ver con las respuestas ensayadas en relación al anterior auge de los movimientos obreros. En Chile, particularmente, la educación ha sido un conflicto constante que, insistentemente, asoma la cabeza para interpelar a un país que no se decide entre las lógicas de los bienes de mercados y los bienes sociales. Paralelamente, el movimiento de pobladores (con altos y bajos) ha estado presente de manera sistemática en el debate público por más de 70 años. La ausencia de estudiantes y pobladores vuelve impensable la historia reciente chilena justamente porque desde las Jornadas de Protesta Nacional entre 1983 y 1986, hasta la reconformación del escenario política tras el estallido estudiantil de 2006-2011, han sido la cara visible de un conflicto abierto que data desde la transformación estructural del estado en el contexto de excepción dictatorial. La salud, curiosamente, no ha corrido con la misma suerte.
En las líneas que siguen, sin embargo, no hay una pretensión de relato histórico sobre la suerte del debate de la salud pública en Chile; sino, más bien, una pretensión de retrospección situada en una experiencia específica que, con sus propios vaivenes, proyecta la eficacia con la cual una intervención radical del espacio ha logrado invisibilizar aspectos fundamentales de la memoria reciente.
Tal es el caso del Hospital Ochagavía en Santiago. Pensado para ser el hospital más grande de Latinoamérica, el Ochagavía es uno de esos espacios en el cual convergen los retazos materiales de un desarrollismo en suspenso y la posterior apropiación neoliberal de los proyectos sociales centralizados, una especie de cabeza de Jano de la historia política, económica y social del Chile de los últimos 50 años. O, dicho de otro modo, y a pesar de la particularidad local, la experiencia de Ochagavía es algo más que sólo un ejemplo de un hospital inconcluso y expresa el modo en que el espacio representa un tránsito violentamente forzado de una visión de mundo y sociedad a otra. Experiencia que, por cierto, no se limita ni a los espacios nacionales ni regionales latinoamericanos, pero que, como ha debido lamentablemente insistir la teoría crítica contemporánea, anticipa procesos que se replicarían paralelamente no sólo en los EE.UU. de Reagan y la Inglaterra de Thatcher, sino también en los países europeos que desde hace algunas décadas vienen enfrentando el desmantelamiento del estado de compromiso y bienestar.
II.
El Hospital Ochagavía, siempre inacabado, siempre en un indefectible imaginario sepia que se resiste a la memoria en techincolor, es un espacio transido por proyectos políticos, económicos y sociales inconclusos, por proyectos que los relatos historiográficos erigidos desde la oficialidad o la resistencia no logran acordar si se debieron a momentos de derrota o de fracaso que, al caso, no son necesariamente lo mismo. Tan frágil es la continuidad de los recuerdos que no son pocas las voces que asocian el proyecto Ochagavía, al igual que la célebre Remodelación San Borja de Santiago centro, al Plan Vuskovic, a la vía chilena al socialismo y a la Unidad Popular (1970-1973). Sin embargo, el proyecto comienza de una u otra manera décadas antes con el largo recorrido de los desarrollismos progresistas latinoamericanos. Algunos dirán que la diferencia es puramente adjetiva, que desarrollismo progresista y desarrollismo socialista vienen a ser lo mismo, o casi lo mismo, una diferencia de énfasis si se quiere; otros, por cierto, dirán que el adjetivo cuando no da vida, mata, y en tal caso los recorridos de continuidad y progresión se suspenden en su confrontación. Es uno o el otro, dirán. Ese «dirán» excluyente, la posesión del adjetivo, de lo nuestro y de lo vuestro, de vencedores y perdedores (de fracasos o de derrotas), según dependa y según convenga; ese «dirán» es el que atraviesa toda imagen del Ochagavía, como si el siglo XX (y XXI) latinoamericano tuviera la forma de un hospital.
Quizás no fue por casualidad. El Ochagavía se encuentra en la Comuna de Pedro Aguirre Cerda, creada en 1991 como consecuencia de un ajuste administrativo de la Comuna de San Miguel. Si bien depende de énfasis y pretensiones, no son pocos los que sostienen que el desarrollismo chileno comenzó en 1938 con la presidencia de Pedro Aguirre Cerda, como si el emplazamiento del Hospital y el nombre de la futura comuna iniciaran y cerraran los márgenes imprecisos de un largo aunque inconcluso y frustrado proyecto de desarrollo centralizado. También se dice que la historia onomástica es algo menos caprichosa y que el nombre se debe a la herencia terminológica: ahí donde el Hospital se resiste a las conclusiones se hallaba la Hacienda Ochagavía, de propiedad del presidente que inaugurara en 1938 los breves años del Frente Popular reuniendo a radicales, socialistas, demócratas y comunistas para disputarle las elecciones a liberales y conservadores. Claro que eso es otra historia.
El proyecto inicial estuvo a cargo del Ministro de Salud del presidente democratacristiano Eduardo Frei Montalva, el Dr. Ramón Valdivieso Delaunay, y prometía ser el Hospital más grande y moderno de Latinoamérica: 84.000 m2 proyectados sobre una superficie de 23.000 m2, con nueve pisos (sin incluir los subterráneos) para albergar 1.200 camas, un helipuerto y una villa residencial para trabajadores y funcionarios. Todo, por cierto, a cargo del arquitecto Hernán Aubert Cerda, Jefe de la Sociedad Constructora de Establecimientos Hospitalarios.
La proyección de Aubert estipulaba un trabajo de cuarenta y cinco meses continuos, en el cual intervendrían más de mil obreros a cargo de la Constructora Neut Latour. Inscritos los planos en julio de 1970, pero aprobados sólo hasta el 25 de enero de 1971, los cuarenta y cinco meses se redujeron a treinta cuando la historia (o, al menos, una historia posible) se detuvo el martes 11 de septiembre del ’73. Entonces quedó en suspenso también la magnitud de lo posible.
Suspenso del desarrollismo, progresista o socialista, qué más da, el Ochagavía se cerró sobre sí mismo para dar paso a un olvido sostenido que trasciende los límites de la salud pública y colinda con un nuevo proyecto de sociedad en el cual las funciones públicas del estado comienzan un proceso de repliegue. El estado inaugurado tras del golpe de 1973 es un estado que ha dado el ritmo y los márgenes al comportamiento de los gobiernos democráticos posteriores; y, por cierto, sin sumergirse en las profundidades de los espacios transidos por la nostalgia, es ese mismo comportamiento el que evidencia con mayor claridad que la violencia de la excepción dictatorial antecede y cubre el imaginario contemporáneo de lo posible y lo imposible, lo decible y lo indecible, casi recordando la interpelación que Lefebvre ensayara en La producción del espacio según la cual la única posibilidad de transformación y reapropiación de los espacios socialmente constituidos radica en el reconocimiento de la lejanía y ajenidad del espacio cotidiano. Es ese espacio cotidiano el que en la comuna de Pedro Aguirre Cerda aparece como un vacío, como foco de delincuencia, como interrupción del desarrollo inmobiliario, como golpe a la nostalgia, como un espacio significado por el juego y las competencias infantiles, como un escenario forcluido a la vista y a los sentidos, como un montón de concreto y perfiles de acero. Todo, claro, según a quién se pregunte. Slavoj Žižek dice en Menos que nada, a propósito de Hegel, que la radicalidad de los cambios históricos nunca supone que algo deje de suceder, sino más bien que incluso asumiendo la posibilidad real de la repetición, ésta yo no tiene (ni puede tener) el sentido que tuvo alguna vez. Razón por la cual la nostalgia por los espacios siempre tiene ese componente dramático en que los actores, a diferencia de las tragedias (con Antígona como su brillante excepción), se rehúsan a que lo que tuvo un sentido deje de tenerlo.
Los militares suspendieron la construcción del Ochagavía, dejando como herencia una obra gruesa bajo el manto de un brutalismo sin pretensiones. Fue recién en 1999, bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle que el Ochagavía le recordó a Santiago su existencia: aunque, por cierto, como una ficción inevitable de sí mismo. El Ministerio de Vivienda decidió vender el predio en $647 millones de pesos. La Inmobiliaria Mapocho S.A. se adjudicó la compra con un proyecto comercial y habitacional que, según datos entregados por el Ministerio de Salud, contaría con dos torres de 320 departamentos y una plaza cívica de 16.000 m2. Diez años después de la venta, el Ochagavía seguía cerrado, generando una demanda del Servicio de Vivienda y Urbanismo por $8.500 millones de pesos por incumplimiento de contrato. Algunos años después, el 5 de mayo del 2013, la empresa Red Megacentro comenzó el proyecto que transformaría el Hospital en un Núcleo comercial diseñado por el arquitecto Juan Sabbagh, quien se comprometió a idear usos y funciones que respetarían (al menos) la estructura del proyecto inconcluso, como si un perverso sentido del humor dejara a la vista no tanto aquello que fue y ya no es, como aquello indecible que ya no puede ser lo que era.
El proyecto estipulaba un gasto de $US 40 millones, que la Cámara Chilena de la Construcción celebró como la “resurrección de un elefante blanco”: claro que olvidaron decir que en esta resurrección el muerto y el resurrecto no se corresponden. La idea, el imaginario del hospital más moderno de Latinoamérica mutó en la racionalización del espacio pensado para el bodegaje, la administración empresarial y la prestación de servicios financieros. Si alguna vez caminó el elefante, nunca estuvo tan muerto y tan lejos de la resurrección como hoy.
Por supuesto, lo menos importante es la crítica del bodegaje. Lo importante, por sobre todo, es atender cómo la traducción de la salud pública en bodegaje interpela las dinámicas de la producción social del espacio, cómo lo posible se vuelve imposible, lo imaginable inimaginable y los discursos en posiciones indecibles. Es cierto que en Chile el aumento de espacios hospitalarios ha sido sostenido (aunque de baja aceleración) especialmente desde los gobiernos de Michelle Bachelet; sin embargo, lo que está realmente en cuestión en el breve relato del proyecto inconcluso del Hospital Ochagavía no es la mayor o menor cantidad de m2 hospitalarios por habitantes, tampoco la urgente discusión sobre la centralización metropolitana de esos mismos m2, sino, la función y el sentido específico de la salud pública en relación a la producción de espacios heterotópicos (a decir de Henri Lefebvre) que tensionen los márgenes de los posible.
III.
Qué tan radical o no haya sido la experiencia de producción espacial del desarrollismo en Chile (progresista o socialista) es algo discutible desde sus propias vicisitudes; sin embargo, es preciso reconocer cómo experiencias de producción social (heterotópica) del espacio sitúan ciertos proyectos arquitectónicos más allá de sus límites iniciales. El Hospital Ochagavía, junto con la construcción del edificio UNCTAD III, que merecería un relato escritural por sí mismo, cumplen una función mnémica sobre el espacio justamente en la medida que, incluso en su transformación radical, de la salud al bodegaje, intervienen la reproducción del espacio. Es cierto que los cimientos del Ochagavía, si utilizamos por un momento el lenguaje marxiano, ha sido completamente subsumido por las necesidades de las economías financiarizadas. Ahora bien, asumiendo esa subsunción, lo interesante no está necesariamente en una posición que haga de la nostalgia un principio de museificación del espacio, como usualmente sucede bajo el concepto de “patrimonio urbano”, sino más bien la inclusión y re-introducción de una dimensión mnémica diferente sobre un espacio ya formal o realmente subsumido. El Núcleo Ochagavía no sería hoy posible sin el carácter inconcluso del Hospital Ochagavía, no sólo por razones materiales inmediatas como la apropiación de la obra gruesa originalmente proyectada, sino porque la sociedad de la cual el Hospital es expresión inconclusa mienta las bases de la apropiación neoliberal del espacio en general. La paradoja del desarrollismo, y del Ochagavía, es que el éxito inconcluso de los proyectos latinoamericanos de modernización hizo posible la aceleración y multiplicación de los espacios de neoliberalización. Quizás a lo que nos puede mover la pregunta por el Ochagavía no es un problema sobre la revitalización o recuperación hospitalaria del espacio (hoy transida por la privatización de lo público y la desposesión), sino a la posibilidad de volver radicalmente decible lo indecible que, en una pura proyección imaginaria, supondría transformar los espacios financieros del sector oriente de Santiago, el Costanera Center, el edificio más alto de Latinoamérica, en espacios públicos hospitalarios. Fruto del imaginario de communards tardíos proyectando un mercado de abastos en el Palais d’Orsay.
La importancia del Ochagavía, como expresión de una lógica que trasciende por mucho los límites de las experiencias locales, está en su carácter paradojal como modelo del comportamiento revanchista del capital sobre el espacio en general, y sobre la espacialización de los derechos sociales en particular. El carácter revanchista del capital se expresa tanto en la desposesión de los espacios hospitalarios, del cual el Ochagavía es sólo un ejemplo que asumimos representativo, como de los espacios habitacionales en Chicago, Atenas o Madrid.
Probablemente nunca como hoy había sido tan necesario pensar seriamente el pasado para imaginar un presente diferente. José Carlos Mariátegui citó alguna vez a Miguel de Unamuno a propósito de la poesía de Jorge Manrique para criticar las interpretaciones tradicionalistas y costumbristas que hacen de todo pasado una realidad preferible al presente. «La tradición», decía ahí Mariátegui, «es viva y móvil. La crean los que la niegan, para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre». Si el espacio es poético, ¿no vale esto, a modo de conclusión, para referir la experiencia del Ochagavía? Una experiencia que, como espacio poético, ya no es local, sino que, como las coplas de Manrique, es para quien las quiera leer, para quien lo quiera ver. No para proyectar a comienzos del siglo XXI ese momento en el cual el Hospital Ochagavía fue pensable, sino para proyectar creativamente, sin nostalgia anquilosante, proyectos de intervengan el espacio para remover una memoria impuesta, y para enriquecer una memoria heterodoxa. La necesidad de pensar la posibilidad de esa memoria diferente, heterodoxa, es común a Santiago y Odesa, a Belgrado y Buenos Aires, a Pittsburgh y Sofía. Una memoria del espacio que, como la de Manrique, ni mienta ni se arrepienta. Una memoria que se resista al sepia, y al blanco y negro. Una memoria que se imagine a sí misma en colores.
Angelo Narváez León