Egipto es El Cairo. Su caos. Sus 16 millones de personas. Y sus azoteas, donde vive cada vez más gente en espacios cubiertos con una plancha metálica o una simple lona.
Egipto es Alejandría. El Cecil Hotel. Lawrence Durrell. Y todo el conocimiento del mundo reunido en una biblioteca desaparecida.
Egipto son sus primeros poemas, escritos hace 4.000 años.
Y es un árbol de flores blancas que de pronto alzan el vuelo.
Egipto son sus sonidos.
El canto del almuecín llamando a la oración desde lo alto de un minarete. Un canto que se oye por todos los rincones del país, también desde la sala de columnas del templo cuatro veces milenario de Karnak, en Luxor, la mítica Tebas.
Emociona escuchar ese canto en árabe invocando a un dios, Alá, dentro de las ruinas del mismo templo en el que 3.500 años antes otras personas habían rezado en una lengua diferente, la egipcia, a otro dios, Amón.
Conmueve la insistencia del ser humano en mirar eternamente al cielo, buscando en él a un interlocutor.
Hombres persiguiendo a través de los siglos el amor de un dios. Dioses dejándose querer.
Y viceversa.
Pia Chalamanch, 2015

Foto: Randa Shaath