Ha muerto Siri.
Mi gata callejera, bueno, lo de “mi” es un decir, porque Siri no era, ni quería ser, de nadie. Y, en todo caso, yo era más suya que ella mía. 23 años, ojos azules y una mirada que le permitía hablarte sin necesidad de maullar.
Yo la cuidaba en la calle hasta hace un año y medio, cuando entró en la casa de una vecina, Joana, y allí se quedó. Joana la llamó Tiza.
Teníamos una relación peculiar y muy bonita. Siri podía salir de la casa donde vivía, y una vez o dos a la semana me venía a ver. Saltaba un muro al anochecer, cruzaba una calle arriesgándose a ser atropellada, andaba unos 15 minutos y se esperaba pacientemente frente a la puerta de mi edificio. Siempre había algún vecino que me avisaba de que tenía visita y entonces yo bajaba.
La tarde del día que murió estuvimos juntas en el jardín de la casa de Joana. Se encontraba ya muy débil, pero seguía siendo ella: cariñosa, dulce y, al mismo tiempo, absolutamente independiente, absolutamente libre. No se quejaba, pero no dejaba de mirar fijamente todo lo que le rodeaba: los árboles, el huerto, el agua de un barreño. Parecía que se estuviese despidiendo, como si tomase conciencia de que se le agotaba el tiempo. Por la noche, cuando todos dormían, salió de la casa y se fue a algún sitio de la montaña (Collserola) a buscar silencio y soledad para morir.
La muerte como una etapa más de la vida.
Ahora Siri, Tiza, forma parte de la naturaleza, es naturaleza. Hay algo de ella en la tierra, incluso en el viento. Y siempre lo habrá.
Y en mi recuerdo seguirá siendo esa gata valiente, libre, no mía, que me enseñó a querer sin posesivos.