En un inicio los tornillos y las tuercas se fabricaban por separado, por lo que se debían probar las tuercas hasta que encajaran en un tornillo. Puede que este sea el fundamento de las relaciones humanas: un montón de tuercas buscando su tornillo y un sinfín de tornillos intentando encajar una y otra vez en ellas.
Como el ser humano no se conforma con la sutileza de lo casual, ideó diferentes tipos de roscas. Que si de métrica tal, que si tornillo de chapa o tirafondo, que si cabeza plana…
Hoy por hoy la industria humana se debate entre una gran variedad de tuercas y tornillos en su incansable afán de «encajar» y emparejarse. A veces incluso se fuerzan las cosas, como ocurre con la rosca de métrica siete, ya fuera de circulación. Lo curioso es que a veces forzar la rosca provoca uniones irreversibles, que se hacen resistentes al tres en uno y a los potentes destornilladores. Quizás los que aceptan intercalar arandelas de ajuste lo lleven mejor, y logren desenroscarse de una forma más aceptable. Pero si la corrosión se hace presente, entonces esa unión es para siempre, a no ser que el razonamiento de un par de martillazos o de una sierra de corte consigan solucionarlo.
No obstante, y esto me lo enseñó Rolando, el mecánico de bicicletas de Cojímar, que dejando en agua la tuerca y su tornillo por el tiempo adecuado, podremos desenroscar y enroscar la vida con sosiego y tranquilidad, y puede que con felicidad.