No tengo idea de cuándo me enteré de la existencia del Camino de Santiago. Debe haber sido años ha. Lo cierto es que me atrajo la irracionalidad de caminar días y días por una razón ajena a mi descomunal ateísmo. Me percaté de conocidos que lo habían hecho y leí historias de peregrinos infaliblemente convencidos de que Santiago les había perdonado imperdonables pecados. Como no dispongo de pecados a perdonar, mi racional argumento para tal aventura era demostrarme a mí mismo que también soy capaz de caminar como un demente por días y días. Un amigo cercano caminó al principio del verano desde Roncesvalles hasta Santiago de Compostela por el Camino Francés. Lo hizo acompañado de su pareja, mandándome fotos de petulantes cenas y expidiendo los fardos de hotel a hotel -porque ellos son pudientes y no iban a dormir en albergues comunitarios donde hasta chinches podrían hallarse. Yo decidí caminar más que ellos y en solitario, así que lo empezaría en Saint Jean Pied de Port en Francia, cargaría mi mochila y dormiría donde pudiese. Consideré que la mejor época para hacerlo sería el otoño. No soy partidario de sol y calor impecable, el frío me sienta mejor. Observé desacertadamente que el invierno en el norte de España es lluvioso y que la mejor época acorde a mis gustos era la segunda mitad de octubre y la primera de noviembre. Compré pasajes de ida Miami-Barcelona para el primero de octubre y regreso para el 30 de noviembre. Me quedaría unos días en Barcelona para adaptarme al cambio de horario y disfrutar la ciudad una vez más antes de lanzarme al martirio. A partir de ahora tenía tres meses para prepararme.
Como perfeccionista que soy digerí cuanta información real, contradictoria o falsa pulula en internet sobre el Camino. Compré tres libros y bajé varias Apps. Descubrí que existe una asociación de Americanos Peregrinos del Camino, y al día siguiente yo era un afiliado más. Incluso asistí a una reunión de miembros donde deduje a los cinco minutos que yo sabía sobre el asunto más que casi todos ellos, pero no lo revelé abiertamente, solo lo dejé vislumbrar. Me vino muy bien enterarme que existía una tienda de equipos deportivos donde se especializaban en vender lo necesario para el Camino. Allí compré todo lo indispensable y un montón de materiales inútiles que me dejé embaucar. Decidí atenerme a rajatabla al principio de no cargar más del diez por ciento del peso corporal. Mi peso era entonces 77 kilos y como lo más probable es que perdiera peso en el Camino decidí cebarme hasta los 80. El límite a cargar en mi mochila quedó clavado en 8 kilos. Entonces empecé el entrenamiento. Ya tenía planificado de antemano pasarme un mes en la Patagonia argentina. Me llevé los zapatos y la ropa que usaría. Todavía no había decidido qué bastones de senderismo iba a emplear. No soy bueno cuando hay demasiadas opciones a elegir y el tipo específico de bastón que me serviría se ahogaba entre tantas posibilidades. Al final terminé comprando unos en Bariloche, Argentina, por los cuales pagué el triple de lo que me hubieran costado en Amazon. Lo único que me consuela es que salieron excelentes. Caminaba todos los días Andes arriba y abajo, caminaba con rabia por senderos enfangados y congelados, bajo la fina llovizna helada y con nieve sucia… Y me gustó. También caminé por Buenos Aires y al regresar empecé a usar mochilas aumentando el peso que cargaba. Caminé en New York y en Miami. Llegué a hacer 20 km dos veces por semana. De todas formas me crecía un temor interior, que no fuera capaz de terminar el Camino una vez empezado. Todos mis amigos coincidieron -cosa muy rara- en que era de lunático el intentar algo tan drástico y exigente. Al final de septiembre tenía el equipaje listo. Fui implacable a la hora de seleccionar qué llevar, creo que fui un poco más implacable de lo necesario. Me obstiné en los 8 kilos. Y el día primero volé a Barcelona.
Barcelona es una ciudad perfectamente disfrutable si no fuera por las hordas de turistas. Son una peste. Yo no vivo en Barcelona ni soy catalán, pero tampoco soy un turista, soy de los que se transforman en nativo tan pronto pisan tierra ajena -siempre que no me obliguen a hablar. Caminé una Barcelona radiante y deliciosa que ya conocía, y otra desmejorada idéntica a cualquier barrio intenso de toda urbe contemporánea. El domingo 8 de octubre en la mañana tomé el tren a Pamplona. Como el único autobús que viaja a Saint Jean Pied de Port desde Pamplona sale a las 12 del mediodía y mi tren arribaba después de la una, tenía dos opciones: quedarme esa noche en Pamplona y viajar al día siguiente o buscar otros peregrinos que quisieran compartir un taxi hasta Saint Jean. En cuanto descendí del tren vi una pareja que lo parecían. Me acerqué a ellos y les propuse la idea del taxi. Respondieron radiantemente que sí. Después me contaron que ellos iban a tomar un taxi de todas maneras, estaban cortos de tiempo. Eran californianos, del norte de Los Ángeles. Fueron mi primera experiencia de la familiaridad con la cual se trata la gente en el Camino. El que yo hablara inglés y español simplificaba la situación. Creo que en poco más de una hora ya estábamos caminando por Saint Jean. Recuerdo que el precio del taxi era 135 euros y cada uno dimos 50 para dejarle una propina al chofer y este no quería aceptarlo porque decía que era mucho. Le expliqué que veníamos de Estados Unidos y que para nosotros era normal dejar ese dinero extra, cuando en realidad un taxista en California o New York nos hubiera puteado si le dejáramos tan poca propina.
Saint Jean Pied de Port parece un montaje escenográfico. Es perfecta en su rol. Se respira el aire de los recién estrenados peregrinos, de los turistas metiendo las narices en cada negocio de pacotillas y de ese moho distintivo de pueblos medievales. Puentes de gastadas piedras, casas de ancianas piedras, calles de trilladas piedras. Existe una ley no escrita pero muy respetada, que cada peregrino debe llevar una piedra de tamaño acorde a sus pecados para depositar a los pies de la Cruz de Fierro, como a 540 km de mi punto de partida. Yo había planificado llevar una piedra del Central Park de New York, un lugar donde tengo mucha historia, pero se me olvidó escudriñar por alguna y me acordé ya cuando estaba en Miami, pocos días antes de volar. En mi última caminata al alba por el paseo paralelo al mar en Miami Beach se me metió una piedra en el zapato. Era demasiado pequeña para lo que yo había imaginado, pero ella me había escogido y era incuestionable que quería irse de peregrina, así que la incorporé a la mochila. El que fuera tan diminuta me hacía sentir como que estaba haciendo trampa y que debía buscar una piedra extra para compensar su liviandad. En Barcelona busqué alguna, pero como le expliqué a mis amigos, no encontré ninguna que me hablara. Dicen que lo que uno necesita haciendo el Camino, el Camino lo provee, y caminando por Saint Jean tropecé con una piedra del tamaño, peso y forma como la que yo había imaginado. Menos mal que no soy creyente, porque de seguro lo hubiera considerado un presente de Santiago. Antes había pasado por la oficina del peregrino a buscar mi credencial. Es un documento imprescindible donde le sellan a uno en cada albergue que duerme, o iglesia que visita y muchos de los restaurantes donde ofrecen menús especiales para peregrinos, un poco más barato que el mismo plato para el público general. Esa noche me quedé en mi primer albergue. Estaba recomendado en alguno de los libros que había leído. Mala sugerencia para mi personalidad. Pertenecía a una orden religiosa francesa, todo el mundo era francés y el inglés era considerado una lengua de mal gusto. El español nadie lo hablaba. Me ofrecieron una cama en una habitación de cuatro que no estaba mal, buena cena comunitaria con cierto aire piadoso y donde me dio la impresión que los comensales franceses sentían lástima de mi incultura. Tampoco era yo el único salvaje sentado a la mesa, había además una alemana indignada porque alguien le había hurgado en sus pertenencias. Pero al menos ella se quejaba en francés y eso la elevaba sobre mí, e incluso tuvo la osadía de relatarme el incidente en inglés mientras el resto nos miraba con esa sonrisa que los humanos portamos cuando queremos ser misericordiosos. Me levanté antes de las seis de la mañana. Estaba nervioso, ansioso y temeroso de lo que me esperaba ese primer día. Dicen que esa jornada es la más dura en todo el Camino. Uno debe cruzar los Pirineos. Hay dos rutas posibles: la de Napoleón y la de Valcarlos. La Napoleónica es la más dura y larga, y por supuesto esa era la que yo iba a hacer. No muy desmedida, unos 26 km, pero es la subida y bajada de las montañas la que la hace extenuante. El amanecer demoraba aún más de una hora cuando salí ya desayunado del albergue. Empecé a caminar en Saint Jean Pied de Port.

Evoco el sentimiento de haber cruzado bajo la Porte d’Espagne como la consagración de un comienzo. Había unas cuantas sombras caminando al frente y detrás de mí, pero yo me percibía como el centro. Casi todos llevábamos una lámpara frontal en nuestras cabezas, luces andantes, más el sonido de los pies y el silencio de un pueblo sin despertar. Pronto comprobé que yo era un caminante más veloz que la mayoría. Todos tenemos un ritmo natural al caminar, el mío perfeccionado para las calles de Manhattan, donde no hay más remedio que caminar presto en una ciudad que anda a las carreras, y que me venía justo para lo que tenía delante. Y fue brutal. Había que ascender de unos 200 metros de altura donde está Saint Jean hasta más de 1400 por unos 20 km de sendero. Después bajar 400 metros en unos 5 km hasta Roncesvalles. Llegué uno de los primeros. Me temblaban las piernas y me crecía una sonrisa de oreja a oreja. Es difícil explicar lo que se siente, eso de poner un pie delante del otro cuando hasta respirar es un esfuerzo, porque si uno para está derrotado y eso es impensable. Claro que se descansa en el camino, hay un albergue antes de la mitad de la jornada donde desayuné por segunda vez, y uno se aparta para orinar, y se toma agua andando y se habla con el que uno tenga cerca, y se dan ánimos uno a los otros. Roncesvalles no se puede considerar ni siquiera una aldea, pero el albergue es enorme. Ahí empecé la rutina de lo que sería el Camino. Levantarse temprano, comer, empezar a caminar, comer de nuevo en algún lugar intermedio, caminar otra vez hasta llegar al nuevo punto de destino. Antes de viajar a España me había programado cuánto iba a caminar cada día, cuánto debía demorarme, dónde me quedaría a dormir. En la práctica me demoraba menos de lo planeado y los lugares a dormir lo decidía cuando estaba en frente de ellos. El siguiente pueblo donde dormir fue Zubiri, y después, Pamplona. En la jornada que caminaba hacia Pamplona conocí a un argentino, caminé casi todo el día con él, era fácil de conversación y aunque era un poco más lento que yo, me adapté a su paso. No lo volví a ver hasta después de terminar el Camino que nos encontramos en Madrid. Nos mantuvimos en contacto mandándonos mensajes. Él andaba un poco más lento que yo, pero caminaba como un desquiciado durante todo el día, tenía resistencia de caballo. Mientras yo me limitaba a cinco o seis horas de marcha, el hacía doce o catorce. Me contó que el último día caminó 50 km. Cada persona tiene un Camino diferente, es algo muy personal, no hay Camino erróneo, todos son válidos. Al siguiente día no caminé. Nunca había estada en Pamplona y desde que era un adolescente Hemingway me había hecho soñar que un día yo también correría con los toros. Nunca lo hice. Deambulé por calles sin saber donde terminaría, me gustaron los parques y la gente. Me detuve a comer pintxos no sé cuántas veces. Los últimos tres días se me había destapado un hambre incontrolable. El viernes 13 volví a caminar. Ese día pasé por el Alto del Perdón, a unos 800 metros de altura. Hay una leyenda que en ese lugar a un peregrino que moría de sed el diablo le ofreció un manantial por su alma, el peregrino desdeñó la oferta y Santiago en persona vino a traerle agua. Yo paré por el paisaje, y cuando iba a seguir una coreana con la que ya había conversado y que llegó seguida de mí, me amonestó que sería un pecado continuar sin tirarme una foto, así que nos tiramos fotos mutuamente. Había notado antes que ella tiraba fotos a diestra y siniestra, sin lugar a dudas tenía pánico a pecar.

No soy bueno en encontrar direcciones, cuando pienso que debo dirigirme en un sentido, hay grandes probabilidades de que sea el camino errado. Cuando salí de Pamplona me costó un rato encontrar el Camino. Hay gente que sabe intuitivamente hacia dónde ir, mi intuición en ese aspecto no es que sea desatinada, es que es nula. El Camino está marcado por flechas amarillas, conchas en fondo azul, o conchas en el pavimento o señales escritas. Jamás las veía. Creo que la última semana me volví un poco más sagaz, pero eso de que no es posible perderse, no se aplica a ineptos como yo. Tampoco es que me perdí tanto, solo tres o cuatro veces en casi 800 km. Mirando hacia atrás se me mezclan los pueblos unos con otros, los días son una repetición. Al menos casi no llovió en las dos primeras semanas, o eso creo. Recuerdo la Catedral de Santo Domingo, no estaba preparado para algo tan bello. La de Burgos también me impactó, pero para esa ya tenía referencias. De todas formas creo que la colección de catedrales e iglesias en el camino deberían ser más apreciadas, recibir más gente con la boca abierta como me pasó a mí. Muchos pueblos son también espléndidos, sobre todo los de montaña. Pero en el caso de Castilla, la mayoría de los pueblos son tristes. Prácticamente abandonados donde habitan tres o cuatro ancianos y casas que fueron cálidas y ahora están desvencijadas. Era triste pasar por ellos, daban ganas de llorar.
De Burgos a León, lo que es conocido como la meseta para los caminantes, dicen que la monotonía y planitud del paisaje lo hace a uno volverse introspectivo, lo obliga a analizar la vida de uno y encontrar razones para nuestros actos. Yo había calculado que para entonces ya sabría por qué estaba haciendo el Camino. Pero no, fuera de mi idea original de probarme a mí mismo que era capaz de hacerlo no había nada más. Mis razones estaban huecas. He leído que el camino se divide en tres etapas. La primera es el cuerpo, desde Saint Jean hasta Burgos, y por mi cuerpo entendí a la primera semana que era físicamente capaz de hacerlo. La causa inicial se desvaneció, solo me quedaba continuar. Mientras vi gente quejándose de dolores, cansancios, pies ampollados, yo seguía encantado de la vida. Era duro el caminar por horas, pero también había un placer inherente, algo masoquista muy disfrutable, el llegar a la meta diaria, el gozo de saciar el hambre. Había planeado quedarme dos noches en Burgos, pero las ansias de caminar fueron más fuertes. Los paisajes y pueblos se confunden, se agolpan, mas hubo uno que me turbo. Nunca había visto un campo de girasoles muertos. Es como entrar a una de esas catástrofes que vemos en películas donde nuestro mundo diario se ha acabado y solo deambulan unos míseros sobrevivientes comiéndose unos a los otros. Era una de las cosas más lúgubre que había visto en mi vida. Se perdía en la planicie, solo girasoles muertos, negros, con la dignidad de haber vivido ida, erguidos y vacíos. Me quede un rato contemplándolos, divagué entre ellos. Sentí una lástima enorme.

León me encantó, incluso más que Burgos. Tuve un pequeño percance antes de entrar a la ciudad, en lo que se consideraría las afueras. Me detuve a orinar detrás de unos arbustos a un costado del sendero, escondido de la carretera que pasaba paralela, y de pronto me dio un dolor de estómago de esos imposibles de retener y no me quedó otra que bajarme los pantalones y dejarle al cuerpo su deseo. Había pensado con miedo que eso me pudiera pasar, soy melindroso para esos oficios y allí estaba casi al aire libre, dejándome controlar por mis intestinos. Ni siquiera me había escondido como debía, un ciclista paso y me saludó; me hice el desentendido. Durante todos los días anteriores cuando veía un papel en la ruta, o un pedazo de plástico o cualquier otro deshecho de los peregrinos, me colocaba en mi pedestal y rezongaba cómo alguien podía ser tan irresponsable, pero cuando llegó mi turno solo atiné a limpiarme lo mejor posible y contaminé el entorno con el papel de baño usado como cualquier otro inconsciente. Salí andando ligero y sin mirar atrás. En León sí me quedé por dos noches. Había tenido dolor en una muela durante unos cuantos días y decidí ir al dentista. Me trataron increíblemente bien y cuando fui a pagar, acostumbrado a los precios en que normalmente me muevo, esperaba una cuenta por sobre los 500 dólares, tuve que preguntar dos veces cuando la mujer me dijo que eran 82 euros. En León había alquilado una habitación privada en un albergue de religiosos, en realidad sale solo un poco más del doble que lo que pagaría en una llena de gente. No era la primera vez que lo hacía. En el camino había conocido a un irlandés y a un inglés que caminaban juntos y siempre que era posible tomaban habitación privada. Hasta ese momento solo había dormido en albergues comunales, no es que me fuera tan mal, me adaptaba perfectamente. Yo había pasado una buena parte de mi vida estudiantil viviendo en escuelas internas, era volver a un mundo habitual. Pero es cierto que la vida en comuna me cansó, ni masturbarse podía uno. Así que en la segunda mitad del Camino usé más habitaciones privadas que comunales.
Eso que cuentan casi todos los peregrinos de que durante el Camino se sigue una rutina que simplifica la vida, es totalmente cierto. Uno se levanta y hace lo mismo a la misma hora día tras día. Después se sale a caminar por horas donde interaccionas con gente de medio mundo, o con nadie, donde el esfuerzo físico casi se olvida. Antes de empezar me preocupaba el andar con la mochila a cuestas, pero desde el primer instante el peso de la mochila se olvida, es como que uno nació para ser sherpa. Es cierto que de vez en vez un hombro molesta o una pierna se siente cansada, pero son boberías perfectamente desdeñables.
Me encontré gente que ha hecho el camino seis o siete veces. Me pareció no muy sensato. Me contaron que habían hecho amigos de por vida en esas jornadas y en muchos de los videos que vi sobre el Camino, cuando me estaba preparando, contaban experiencias similares. Tal vez porque mi ritmo era más rápido que el de la mayoría, o por tomar días de asueto, perdí contacto con los que estuvieron más tiempo a mi alrededor, lo cierto es que no mantuve un grupo. Sí conocí mucha gente interesante. Una holandesa con la que me senté a hablar por horas y nos contamos cosas íntimas de nuestras vidas de esas que dudamos en compartir con nuestros mejores amigos, pero como éramos extraños y no nos importaba ser juzgados, podíamos ser despiadadamente honestos. Un mexicano que tenía la fuerza de voluntad de trabajar todos los días en un libro que estaba escribiendo, cuando uno solo desea tirarse en la cama y dejar el tiempo pasar. Él viajaba con dos amigas, mucho más lentas que él, pero lo asumía sin protestar, y cuando le pregunté si no le molestaba eso, me dijo que no, porque eran sus amigas. Un americano profesor en una Ivy League con el que mantuve una masiva discusión filosófica sobre qué nos deparaba el futuro. También me preguntaron y pregunté a algunos por qué hacían el Camino. Excepto un religioso que me habló muy mal del Papa, no encontré a nadie que lo hiciera por motivos puramente espirituales. Sí encontré más de uno que lo hacían en honor a alguien cercano que hubiera fallecido. Creo que la mayoría caminaba el Camino por una urgencia interna no fácil de explicar, un poco como yo mismo, solo que casi todos portaban alguna filosofía o ideas esotéricas ajenas a mí.
Después de León el tiempo cambió. La lluvia se convirtió en casi permanente. Inicialmente la lluvia me intimidaba, no quería sentir la ropa mojada por horas y temía que me entrara agua en los zapatos. Tenía entendido que los zapatos mojados son una amenaza a la integridad de los pies, pero después de horas mojado hasta los huesos, donde a veces los caminos se convertían en arroyos y había que seguir, y los zapatos aunque eran impermeables no eran submarinos, tenía que parar para sacarme la pesada agua acumulada. En la jornada de Astorga a Foncebadón me sucedió la peor experiencia del Camino. Debía ascender unos 800 metros durante unos 25 km. Desde que salí estaba lloviendo y hacía frío, no mucho, tal vez unos 8 o 10 grados. Con la experiencia de los días anteriores, había decidido que aunque odiaba andar mojado, no era tan terrible después de todo. Podía soportarlo. A medida que subía la montaña la temperatura bajaba; la lluvia se convirtió en hielo, después agua nieve y casi sin transición me vi envuelto en un viento helado donde la nevisca no dejaba ver más allá de unos metros y mi ropa se congelaba por minutos. Estoy acostumbrado a andar por lugares fríos, desde Groenlandia hasta la Antártica, pero siempre llevaba la protección adecuada. Me he visto enterrado en nieve hasta el pecho y nunca había sentido esa urgencia de protegerme. Por primera vez experimentaba cómo mi cuerpo se iba congelando. Toda el agua acumulada en mi ropa estaba solidificada, estaba cubierto de un caparazón de hielo, no había donde refugiarse, la única opción era caminar lo más rápido posible, producir calor corporal. Si me paraba para sacar algún otro abrigo de la mochila sería hombre muerto. La nieve era como pequeñas piedras que por mucho que escondiera la cara me cortaban la piel. Tenía las manos tan congeladas que no podía ni controlar los bastones, tenía que seguir y apurarme más. Un hostal apareció. Empuje la puerta y debía lucir yo muy mal porque una mujer sentada se levantó y lo único que dijo fue “tienes que quitarte esa ropa ahora mismo”. Tenía la cara congelada, no podía hablar. La mujer me sacó la mochila, me llevó a un cuarto interior, fue al baño y abrió una ducha con agua caliente. Sin terminar de quitarme toda la ropa me metí bajo el agua. Terminé de desvestirme. Nunca me había visto la piel tan roja. Ese día no seguí caminando. Faltaban solo 5 km para mi punto de destino, la tormenta desapareció tan pronto como empezó. Al día siguiente caminé los 5 km que faltaban para el pueblo, y estando allí empezó a nevar otra vez. Se estaba tan caliente y cómodo mientras hacia mi segundo desayuno, que decidí no caminar ese día. El pueblo se llamaba Foncebadón, alquilé una habitación privada. Por la tarde el tiempo mejoró, casi salió el sol, seguía lloviendo y desde mi cama veía por el ventanal cómo la nieve se disolvía.

Era ya noviembre 4 cuando al día siguiente alcancé la anhelada Cruz de Fierro. Una simple larga cruz hecha con dos tubos de hierro en la cima de la montaña, donde había planificado llegar el día anterior. El suelo estaba aún cubierto de nieve y empezaba la lluvia otra vez. Había leído que el lugar siempre estaba repleto de gente, pero cuando yo llegué eran unos pocos. Supongo por el mal tiempo. Dejé mis piedras y aunque dicen que uno se emociona cuando deposita las piedras, no estoy seguro si lo mío fue emoción o regocijo de haber cumplido otra etapa. No sé cómo explicarlo, algo cambió a partir de ese momento. Disminuí mi velocidad, le prestaba más atención a mis alrededores, disfrutaba los paisajes dándole más valor al momento, hablaba más con los peregrinos. Por primera vez más caminantes me pasaban por el lado, no era yo el que los pasaba a ellos. El saludo de Buen Camino, que era yo siempre el que lo daba, ahora me lo daban a mí. Dejó de molestarme la lluvia, los zapatos mojados, tomaba más tiempo en las paradas para comer algo. Cada día el camino era más disfrutable. Cuando llegué a Sarria y racionalicé que solo me quedaban cinco días de Camino, se me mezcló la satisfacción de estar cerca de la meta y la consternación de que esta forma de vida iba a terminar. Me encantaban las casas de piedra de Galicia, había algo familiar en el olor a excremento de vaca, la gente hablando gallego de lo que no entendía una palabra, pero el acento era el mismo de los viejos amigos de mi abuela cuando yo era niño. Tal vez porque mis abuelos eran de Asturias y mi abuela me contaba que en la casa de ella las vacas vivían abajo y la familia arriba, y recordé perfectamente cuando ella me había explicado qué es un hórreo y para que se usaba en cuanto vi el primero. Había algo genéticamente familiar en esa parte de España que no había sentido antes tan fuerte. Ahora me demoraba seis horas en caminar 20 km cuando antes lo hacía en cuatro. El último día, de O Pedrouzo a Santiago, fue el día más disfrutable de todo el Camino. No paró de llover ni un minuto. Hacía frío, pero yo tenía calor. Cuando vi el primer anuncio que había llegado a Santiago de Compostela, me entró una alegría incontrolable, me reía por dentro y por fuera. No había muchos peregrinos, yo era uno de los pocos, era como ser un elegido. Para llegar a la Praza de Obradoiro se bajan unas escaleras y se pasa bajo un arco donde un hombre toca una gaita. Seguía lloviendo. La plaza se abrió a mí, estaba casi vacía, no había un recibimiento de peregrinos llorando, o tirados en el suelo, o grupos sacándose fotos. Nadie que me felicitara. Unos pocos paraguas me recibieron, y la colosal catedral detrás, con Santiago allá arriba, mirándolo a uno. Al menos la estatua me estaba mirando. No podía creer que había terminado. Le pedí a un hombre que pasaba que me tirara una foto, me dio a entender que no entendía. Lo repetí en inglés, no me hizo caso. No pasaba nadie cerca, yo solitario en el medio de la plaza reclamando por una foto. Le pedí a una muchacha que andaba con prisa y, para mi asombro, se detuvo bajo la lluvia para que yo tuviera un recuerdo.

Después fui a buscar mi Compostela. Una oficina que normalmente estaba abarrotada de peregrinos recién llegados estaba completamente vacía, yo era el único. Al menos ahí me felicitaron. La empleada fue muy amable y se tomó conmigo mucho más tiempo del necesario, eso de no tener competencia tiene sus ventajas. Ese día, 14 de noviembre de 2023, recibieron la Compostela 208 peregrinos, casi nada si se compara con los cinco mil que la pedían diariamente durante el verano. Hace como tres semanas que terminé el Camino. Mientras lo estaba haciendo conocí unos cuantos que lo habían hecho múltiples veces, me llamó la atención lo común que era, y dejó de extrañarme cuando me preguntaban si era mi primera vez. Me decía a mí mismo que una vez y nunca jamás. Había que estar loco para hacer esto, todos estábamos locos. Más de uno me dijo que lo que pensaba en ese momento no importaba, que olvidaría el sacrificio y las buenas memorias se agolparían, que el Camino se mete bajo la piel. Hace tres semanas que terminé el Camino. Entiendo mejor lo que me habían contado. Extraño el Camino, tengo nostalgia por él. El nunca jamás se está desvaneciendo.

José García