Lo observo entre sorbos de café. Él es Julio. Casi inmóvil habita tras una columna, donde cada día corta cuidadosamente un bocadillo que acompaña de un zumo de manzana. Sus labios delicadamente finos acarician la servilleta que va de una de sus manos a la mesa. Un libro, también sobre la mesa, permanece cerrado a pesar de que entre sus páginas una vieja fotografía sirve de marcador.
Julio no mira a ningún lugar. Espera. Espera quizás un café americano. Puede que sea demasiado el tiempo que lleva sentado en el bar. Se incorpora sobre sí. Se acomoda. No lo consigue. Se levanta y cambia la silla en un intento de sacarse el cansancio acumulado de tantos años. Julio saca un pequeño espejo de su mochila. Se observa mientras pasa sus delgados dedos por su rostro. Se detiene en sus labios. Da ligeros golpecitos en sus mejillas en busca de un rubor ausente. Arregla su pelo y se pone nuevamente en pie. Tropieza con la mesa y el libro cae al suelo.
La camarera lo recoge y al colocarlo en la mesa el pequeño espejo se desliza y cae. Julio contempla parte de su imagen hecha añicos. No hay reproche en su mirada. Se dirige a los aseos. Yo miro el bodegón en que se ha convertido su mesa y advierto la vieja foto de su libro en el suelo. La recojo. Es Julio detenido en el tiempo entre miradas y aplausos ocres. Doy la vuelta a la fotografía… Pasarela Dior, 1958 (París)
Guillermo Torres