Uno de mis bares favoritos en Barcelona es el bar Velódromo, un café, bar, restaurante, inaugurado en los años treinta.
En este espacio, como en todos los grandes cafés europeos del siglo XX, se debatieron ideas, se impulsaron cambios y se soñaron rebeldías y revoluciones.
Después de los años treinta llegaron los cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los sesenta, los sesenta, los sesenta (en la década de los sesenta pasaron tantas cosas en el mundo que merece muchas repeticiones), los setenta, los ochenta y los noventa. Y en esos últimos ochenta y principios de los noventa, el Velódromo se convirtió en sinónimo de fiesta. Era el lugar al que se acudía a hacer la primera copa, y también la última al salir de un after.
Finalmente, en el año 2000 cerró.
En 2009 volvió a abrir, después de una gran reforma, respetando el estilo art déco original de 1933 y parte del mobiliario.
Se restauraron la escalera central de caoba que lleva a una segunda planta, los estantes del espejo de la barra, las cornisas, las sillas Thonet, el magnífico billar, el suelo, las paredes.
Las paredes.
Con las paredes sucedió algo inusual. Algo valiente. Se repararon todas menos una, la del fondo del local, que se decidió dejar tal como estaba.
Desconchada.
Fea.
Llena de manchas.
Pero también con marcas de objetos que en su momento colgaron de ella y que son trozos de la historia de un bar que es, a su vez, un trozo de la historia de una ciudad.
Por eso siendo fea es tan bonita.
Porque la belleza no es una cuestión de estética, sino de alma.
Y hay mucha alma, mucha verdad y sí, mucha belleza, en esta pared maravillosamente sucia del bar Velódromo.