Me cruzo con Alfonso casi todos los días de la semana. Alfonso es invidente, creo que a raíz de un accidente, pero no estoy segura porque nunca he hablado con él, todavía.
Los vecinos se turnan para acompañarle en sus paseos por el barrio. Siempre que coincidimos le veo junto a un vecino diferente. Sospecho que el barrio entero participa en las caminatas de Alfonso.
A veces, muy pocas, pasea solo, dejando que su bastón le guíe y silbando con despreocupación.
Los domingos es el vecino de mi rellano el encargado de convertirse en la sombra de Alfonso. Todos los domingos. Mi vecino se llama Luis, ha cumplido ya 80 años y es la persona más positiva que conozco. Apasionado de la música de Bach y Mozart, siempre tiene una sonrisa para todo el mundo, y no como resultado de haber tenido una vida fácil, sino a pesar de haber vivido momentos muy duros. Quizás ha aprendido de ellos alguna cosa que a mí se me escapa y por eso sonríe.
Recuerdo un día que se cruzó con otro vecino y le saludó con un entusiasta: “Hola, ¿cómo estás?”. El hombre, con aire sombrío, le contestó con un escueto: “Voy haciendo”. La respuesta de Luis me hizo sonreír a mí también: “¿Vas haciendo? Hombre, ¡eso está muy bien! Hay gente que no hace nada.”
Luis, Alfonso, todos los vecinos que se turnan para que Alfonso no pasee solo por la ciudad, me hacen pensar en las luces de Navidad. No en las que cuelgan estos días de diciembre de árboles gigantes, casas y escaparates, sino en las de verdad.
Las luces que hacen que las personas que las llevan dentro brillen.
Quizás mañana, cuando me encuentre de nuevo con Alfonso, me pare a preguntarle cómo está.