Si piensas en Nueva York, lo primero que probablemente te venga a la cabeza es Manhattan. Quizás el recuerdo aparezca, además, acompañado de banda sonora: la Rhapsody in Blue, de Gershwin.
Y si piensas en Manhattan, lo primero que probablemente te venga a la cabeza es Times Square.
O el Village.
O Harlem.
O el Soho.
O Little Italy.
O tal vez Chelsea, el barrio con mayor concentración de galerías de arte de la ciudad de Nueva York.
En Chelsea está también la peluquería donde trabaja Mark Bustos. Un estilista que desde hace siete años dedica su único día de fiesta, el domingo, a dar conversación, arreglar la barba o cortar el pelo de forma gratuita a gente sin recursos que vive en la calle.
Pretende con ello dar visibilidad a los invisibles. Personas destinadas a no ser vistas en una sociedad paradójicamente adicta a las imágenes.
Bustos cuelga sus fotos con el antes y el después del corte de pelo en su cuenta de Instagram con el hashtag #BeAwesomeToSomebody, deseando que un pequeño cambio, en el aspecto pero sobre todo en la autoestima, pueda ser un primer paso hacia cambios más grandes. Como encontrar un trabajo, por ejemplo.
Ayudar a los demás sin esperar ninguna recompensa. Hacer algo por nada.
Y hablando de la importancia de los afectos, esta historia me ha hecho pensar en otra que no transcurre en Nueva York, sino que ha sucedido en Barcelona mientras escribía estas líneas, y que tiene como denominador común el hecho de cuidar, de cuidarnos.
Hace un rato he visto por la ventana a Mercè.
Mercè es una señora de Barcelona encantadora, de sonrisa dulce y fácil, que tiene noventa y muchísimos años e inspira una enorme ternura. Su aspecto es frágil, pero su mente sigue siendo ágil, curiosa y joven. A menudo la veo pasar acompañada de un cuidador: un señor de mediana edad que se presenta en su casa cada día a las 9 de la mañana, la ayuda con los recados y tareas cotidianas, le hace compañía y al mediodía se va.
Hoy, mientras esperaban los dos en la parada del bus, han caído cuatro gotas. Mercè ha mirado al cielo con preocupación y él, al observar el gesto, ha cogido una bolsa de papel que llevaba colgando del brazo y, con delicadeza, se la ha puesto a ella en la cabeza para protegerle el peinado durante los treinta segundos que ha tardado en llegar el autobús.
Le ha hecho una foto con el móvil, después se la ha enseñado y se han reído juntos como si tuviesen 20 años.
Y es que quizás la felicidad no es más que eso: una bolsa en la cabeza un día de lluvia.