Todo se había vuelto distinto. El cielo, las estaciones, el mar, los ruidos… nadie sabía qué hacer ni cuándo hacerlo. El mundo se había detenido. La vida cambiaba su sentido y ya no era lógico nacer y morir. Todos vivían para siempre en una especie de ensoñación nauseabunda y triste. Reír estaba penado por la ley y los colores ya no eran más colores, solo grises y marrones apagados sobre un blanco sucio que lo inundaba todo. Incluso lo negro había desaparecido después de meses de ser considerado innecesario, porque la tristeza era suficiente.
El sol podía aparecer en cualquier momento sin distinguir entre noche y día, y se ocultaba a la mínima ráfaga de viento del sur. El sur que nunca había decidido ahora gobernaba los deseos y las ilusiones. Caminar se había vuelto indispensable y detenerse en el camino era imposible; si lo hacías podías quedar tirado en la cuneta o en el carril central de la esperanza, daría igual porque la realidad era distinta a lo que se conocía y lo feroz devoraba la carne débil. Las aguas invadían la tierra reclamando sus orígenes, sin más derecho que volver a lo que era.
Aquel día, el primero en que se detuvo la vida, la luna estaba en fase de luna llena, pero incomprensiblemente una nube le arrancó un trozo y se convirtió en incompleta. Los desvelados miraban al cielo, sorprendidos, pero sin darle importancia. Los desvelados sólo tenían la obligación de anhelar el sueño, nada más. La rebelión de las nubes había empezado, quizás porque el cielo reclamaba sus aguaceros o porque las estrellas habían perdido su estricto orden en el infinito.
Se acercaba ya el amanecer y la sangrante luna, dispuesta a todo por no dejar lugar a las sombras, exigió al sol su regreso. El sol era preso de sus llamas y las águilas lo alejaban cada vez más de la tierra, nada podía hacer. Sólo podía esperar que la suave brisa marina se convirtiese en vientos huracanados para que el mar, furioso, reventase en gigantes olas que llegaran a ella, la luna incompleta. El rugido del océano se fue acercando, más, más. Los hombres se estremecían de pavor y buscaban refugio en las zonas altas. Las olas fueron haciendo un hueco de espuma entre corales y peces asustados. De pronto la luna, en su esfuerzo de salvar al amanecer extendió un rayo de sol sobre el mar, y allí, en el fondo de todo, el nácar de una concha abandonada devolvió la luz al mundo…

Estaba en mi cama, atormentado entre sueños. Abrí los ojos. La oscuridad era absoluta. El silencio dolía. Me acerqué a las ventanas entreabiertas de mi habitación, desde donde antes veía el mar, y quedé absorto ante un ruido de olas gigantes. Una luz parpadeó fugazmente a lo lejos. Sin más, las nubes se hicieron a un lado y una radiante luna lo iluminó todo, incluso el fondo del mar. Así quedé durante varias horas, contando las ramas del cocotero vecino, hasta que el trinar de un sinsonte me anunció el día. El sol apareció como siempre y entonces supe que no me habías dejado de amar, que era solo un sueño de amor distante y contenido. El amanecer fue tranquilo. Algún gallo cantó a lo lejos y yo me regresé a la cama. Estiré las sábanas y me dormí abrazado a tus ojos.
Guillermo Torres, Cojímar, para un 24 de diciembre 2018
