Cuando aterricé en la ciudad de Miami, dejé en el asiento del avión todas las ideas preconcebidas que tenía sobre la ciudad; ciudad que en mi fuero interno había vetado de una manera tremenda en mi ir y venir por diferentes países. Luego de recoger el equipaje pregunté en inglés a una empleada -distraídamente cubana- cuál era la salida principal, en la que esperaba encontrar a los amigos que iban a recogerme al aeropuerto. Principal exit? –masculló con desgana- aquí se sale por las puertas, fue su respuesta final. Pues fui directo a una de esas puertas que estaban abiertas de par en par y sin tener ni que abrir y cerrar los ojos, salí. Llegaban coches y casi sin detenerse recogían a mis compañeros de avión, hasta que me tocó el turno de abrir maletero y tener de compañero de viaje al entrañable Axel, que reclamaba mi atención a manotazo limpio.
Entrada ya la noche aunque no eran las 22h aún, tomamos la autopista rumbo a la urbanización donde viven mis amigos. Mis ideas sobre la ciudad seguían en el asiento del avión que me había traído.
A la mañana el paisaje tomó forma y color, pero sin llegar a reclamar mucho de mis recuerdos cinematográficos de Miami. Poco a poco fui entrando en las calles, que se truncaban para dar paso a las autovías, regalándome el recorrido por la carretera Monumental que une La Habana con Cojímar, pueblo costero donde crecí. ¿La diferencia? A este recorrido le faltaba el litoral al alcance de la mano. A pesar de las diferencias que saltaban a la vista, me era familiar el recorrido hacia Miami Beach, donde viviría durante ocho días.
Durante el recorrido intento no perder nada de vista para poder, si es necesario, reconocer el camino. La ciudad por ahora es plana y se extiende como una hiedra horizontal que cada cual poda a su antojo. Esto a veces está bien, pero otras da cortes que cercenan el camino que uno pretende seguir.
Ciudad sináptica
He tenido que echar mano a mis años de estudio de Biología para dar una explicación más o menos lógica al movimiento continuo sobre ruedas, que me lleva de un núcleo urbano a otro. Me lo explico como una red neuronal donde se levantan casas bajas, o edificios biplantas y centros comerciales, interrelacionados por esos brazos asfaltados repletos de coches. Se me antoja una ciudad que se mueve a escondidas por su ausencia de huellas. Pretendo encontrar un centro, un espacio al cual llegar desde los puntos en que me detengo. Me sorprende la no convergencia de las calles, siempre acaban en un punto limitado por un puente, una acera, o un simple contén. Son calles ordenadas, pero ordenadamente solitarias.
Me dirijo a los altos edificios, y a las construcciones en las que el art deco tuvo su floreciente extravío. Me seduce. Hay gente que camina, que come, que ríe. Es como el espacio destinado a la vida dentro de la ciudad. Inmerso en el ruido de maquinarias y castigado por un calor sofocante, aprovecho mis únicos diez minutos de soledad en Miami para fotografiar las cosas que quiero recordar. Intento fallido, un claxon me avisa que he de volver al asiento de copiloto que se me ha destinado durante toda mi estancia.
Ciudad gente
¿Cómo poder ver una ciudad cuando tus ojos buscan rostros conocidos en los cruces de semáforos? Sé que veré a alguien que conozco y que no reconoceré a causa del tiempo transcurrido, lo sé y me duele, con ese dolor nostálgico que te hace sonreír ante las posibilidades. Por otro lado, los rostros que están en un recuerdo más cercano, y los que nunca has podido desdibujar. Con ellos ríes, te estremeces, recuerdas… y la ciudad continúa formando un paisaje, que aunque a veces repetido, te hace feliz. No hay entrecalles que no hayan escuchado mi nombre lejanamente repetido, ni una mano en la que no dejase la sensación de estar de vuelta. La Biología vuelve una vez más para explicar este montón de sensaciones, de intercambios neuronales que desparraman el mar quieto de los canales, y la brisa, y la lluvia repentina, y el sol.
Miami me hace detener. Me hace intentar un centro donde converjan las cosas, las gentes, las calles. Extraño el camino que me lleva a tantas y tantas cosas. Necesito decir: espérame al final de la calle, allí, donde una vez caminabas sin prisas, donde una tarde tropezamos a causa del azar.
Guillermo Torres
Barcelona, 14 de noviembre de 2014
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