Somos la señora de la mesa tres, somos el padre de Max, somos una llamada en espera y, a veces, solo a veces, somos nosotros.
Hace unos meses, en el Liceu de Barcelona, durante el entreacto de una ópera, un músico decidió ser él.
La ópera que se estaba representando era Benvenuto Cellini, de un compositor francés: Hector Berlioz. Terminado el primer acto vino el descanso. El público salió y apenas quedó nadie en la platea. Yo formaba parte de ese nadie. Los músicos de la orquesta también aprovecharon para descansar. En ese momento resonaron claramente en la sala los primeros acordes de la Cabalgata de las Valkirias, de Richard Wagner, tocados por un solo instrumento que sin embargo transmitía la emoción de una orquesta entera.
Escuchar La Valkiria en el Liceu no tiene nada de extraño, pero sí resulta curioso escucharla cuando se está representando una obra de otro compositor: Berlioz, aunque sea en el entreacto y sin apenas espectadores.
Después de unos segundos de música se hizo el silencio. E inmediatamente después volvió a sonar, desde el foso de la orquesta, la Cabalgata de las Valkirias. De nuevo un solo instrumento, de nuevo durante unos segundos.
Bastan unos segundos para que las etiquetas caigan. Para que el hombre que eligió tocar a Wagner durante una ópera de Berlioz deje de ser un músico de la orquesta y se convierta en Mathias, Enric, Manuel o quizás Raúl, un más que probable apasionado de Wagner. Y para que yo deje de ser una espectadora, pase a ser simplemente o precisamente yo, es decir, otra apasionada de Wagner, y empiece a escribir estas líneas.
Con permiso de Berlioz.
Pia Chalamanch, 2106

Foto publicada en La Vanguardia