
Maqueta de una Plaza Mayor contemplada por tres perplejos senadores romanos.
Fuente: “La Residencia de Los Dioses”, película de Louis Clichi (2014) basada en el cómic homónimo de Uderzo y Goscinny (1971).
Todas las ciudades que habitamos hoy en día tienen una plaza que podríamos considerar como Mayor. Mayor no quiere decir más grande, más bella o mejor equipada, sino que es un estatus de principalidad urbana. Ese espacio es conocido como “la mayor”, o un más sencillo “la plaza”, y encarna el alma de la ciudad como ningún otro lugar.
Semejante acto de encarnación tiene la peculiaridad de darse, literalmente, de la noche a la mañana. Su primer estadío es el fundacional, el del mundus griego que recoge un sacrificio de semillas o de tierra para proclamar una tierra como patria, apta para recoger los restos mortales de los pater familias y por tanto de los dioses[1]. La narración religiosa se hará ciudad a través de héroes fundadores semidivinos, pues sólo lo divino es capaz de delimitar nuevos espacios para la sociedad civilizada. Las versiones de este ritual son incontables, de hecho, ni siquiera la versión griega debería considerarse como original, mucho menos originaria. La ofrenda de carne, la ley de pergamino, el acta de papel o el acuerdo verbal solemne: todas son formas de encarnación urbana que, tras asentarse en la tierra en un espacio y momento determinados, dan lugar a la ciudad.
Este primer entrelazamiento de Urbs y Civitas es fundacional e inmortal, pero no inmutable. “La plaza” mudó su piel numerosas veces para adaptarse a los distintos modelos de sociedad que los siglos le fueran trayendo. El ágora, el foro, el intercolumnio, el templo descubierto, el cabildo abierto, el árbol barroco y la indeterminación pintoresquista[2]: todas son imágenes de un mismo lugar de centralidad. Hay quien dice que son las personas quienes tienen la última palabra sobre nuestras ciudades y sus espacios. Que en el fondo la ciudad es enteramente un producto social. Yo creo más bien que nadie tiene la última palabra. Quizás alguien tuviera la primera, pero desde que ésta quedó grabada en la historia lo urbano se caracteriza por una mezcolanza indisoluble entre forma y contenido. Dicha mezcla es lo que podríamos llamar una narración construida.

Planos de la plaza central de un conjunto de torres en High Rise.
Ben Weathley (2016).
Si bien dicha narración se suele entender como algo experimentable únicamente en la ciudad física, aquella levantada en ladrillo y piedra, lo cierto es que su más fina construcción se da en la representación de la ciudad. El dibujo de la Jerusalén celestial es un motivo más real y más tangible para el cruzado que la Jerusalén construida, esa que quizás nunca llegue a ver con sus propios ojos. La postal romántica –Roma-antica– de la Italia del siglo XIX es una droga dura que consigue el ensoñamiento con mayor efectividad que cualquier aparatoso viaje en tren.

Modelo de Jerusalén Celestial del Beato de Liébana.
Códice de Fernandi I, siglo XI.
Obtenido de Burckhardt, Titus. Símbolos.
Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, 1980.
Dicha narración campa a sus anchas hoy en día. Son esas ciudades globales, en palabras de Zaida Muxí[3], que dan sentido a muchas de las grandes arquitecturas contemporáneas. Son Ciudades vividas exclusivamente a través de sus representaciones, más verdaderas que la triste realidad de su forma material. Acusamos a los arquitectos brutalistas por la dureza de sus sueños de hormigón, pero olvidamos que en ellos se repetía el mismo proceso que convertía a la ciudad clásica en mito y a la ciudad renacentista en utopía.

Plaza Mayor de un poblado lovecraftiano en Darkest Dungeon.
Red Hook Studios (2016).
Personalmente, prefiero una posición postmoderna de asunción del relato urbano como relato y punto: fútil, tramposo, mentiroso y maravillosamente humano. Veré a la Plaza Bolívar de Bogotá[4] desprenderse de sus ropajes de presunto primer mundo para convertirse en convulsión política colombiana. A la nueva Roma Goscinniana como arma de conquista caricaturesca propia de un imperio más cercano a la corona británica que a la corona de laureles. En Darkest Dungeon redescubriré el horror cósmico Lovecraftiano[5] a través de mi propio poblado decadente, imposible de conducir a un progreso verdadero pues su único destino es el abismo. En High Rise comprobaré cómo el sueño de la gran plaza central pensada a imagen de la palma de una mano abierta –referencia lecorbuseriana[6] donde las haya- es en realidad un espacio/garaje ocupado por automóviles aparcados frente a la única torre habitada. Un único dedo levantado. Un colosal “que os jodan” dedicado a los idealistas obsesivos.
Manuel Saga
BIBLIOGRAFÍA:
[1] Sobre este tema consultar:
Fustel de Coulanges, Numa Denis. La ciudad antigua. La historia para todos. Madrid: Editorial Plus Ultra, 1864.
Rykwert, Joseph. La idea de ciudad : antropología de la forma urbana en el mundo antiguo. Biblioteca básica de arquitectura. Madrid: Hermann Blume, 1976.
[2] http://abalos-sentkiewicz.com/es/research/atlas-pintoresco-vol-ii/
[3] http://www.plataformaurbana.cl/archive/2012/11/04/publicacion-de-la-semana-“la-arquitectura-de-la-ciudad-global”/
[4] http://www.urbanlivinglab.net/bogota/
[5] https://es.wikipedia.org/wiki/H._P._Lovecraft
[6] http://www.arquitectura.com/historia/protag/corbu/corbu_7/corbu_7.asp