Nueva York, Alejandría, Marsella, Barcelona. Siempre me han atraído las ciudades con mar.
Ciudades abiertas de las que es más fácil escapar, como dice un conocido en Instagram. Quizás en eso consiste su atracción, y quizás justamente también por eso acabas quedándote en ellas. O volviendo a ellas. No se desea escapar de quien te deja la puerta abierta.
En las ciudades con mar las utopías viven bien. El sonido y la brisa del mar las mecen.
Un grano de arena que cae del zapato al sacártelo por la noche puede ser tan evocador de Barcelona como el Parque Güell, La Pedrera o la Torre Agbar.
Y el responsable de que venga ahora a mi memoria una noche de julio de hace dos años. La primera de un ciclo de noches de cine en la playa en el barrio de la Barceloneta.
La pantalla donde se proyectaban las películas estaba situada en la misma arena, muy cerca de la orilla donde rompían las olas. Una luna llena roja y grande apareció de pronto sin avisar junto a la pantalla, a su derecha, rozando la superficie del agua.
Los cientos de espectadores que en ese momento estábamos viendo la película giramos la cabeza al unísono hacia la derecha y permanecimos así un buen rato. Como en un partido de tenis en el que solo interesase uno de los jugadores.
El espectáculo, el de verdad, había dejado de estar en la pantalla de cine. Se encontraba en esa luna roja gigante que trepaba por el cielo como un gato.
Debajo, el mar era un espectador más. La ciudad entera olía a sal.
Pia Chalamanch, 2018