Siempre he pensado que las historias son como paisajes que vemos moverse a través de la ventanilla de un tren. Pasan frente a nosotros sin detenerse, y solo de vez en cuando nos da tiempo a reparar en ellas.
No recuerdo todas las veces que me he cruzado con el edificio de la foto, pero sin duda han sido muchas, muchísimas. Años de coincidir con su fachada neoárabe de camino a casa de mi hermana que vivía en esa misma calle, la calle Berlinés.
El otro día, finalmente, un amigo me contó su historia, o quizás su leyenda: el edificio lo mandó construir un señor de Berlín. En ese momento caí en la cuenta de que la calle que nos era tan familiar, en realidad no se llamaba Berlinés, como siempre la habíamos nombrado, sino “del Berlinés”, es decir, de un habitante de Berlín. Ese “del” de pronto lo cambiaba todo y lo envolvía de significado.
El berlinés existió y, según dicen, construyó el edificio por amor. Amor a su mujer y a su amante, que en este caso eran la misma persona. La pasión fue lo que le llevó a levantar en 1875 en Barcelona un inmueble inspirado en La Alhambra de Granada, como homenaje a la ciudad de la que ella era originaria. El final del vestíbulo es una impresionante y fiel reproducción a escala del Patio de los Leones.
Hoy, más de cien años después, ya no están ni el berlinés ni su mujer, de todo ese sentimiento solo queda su eco en piedra y mármol.
Queda también la sensación de que nunca estamos solos, siempre nos rodea la energía de otros que amaron antes que nosotros, que fueron felices antes que nosotros o que fueron infelices antes que nosotros.
La ciudad desaparecida convive con la ciudad aparecida, donde los soñadores de hoy sueñan los sueños de ayer, sin saberlo.
Pia Chalamanch
Nota. El título del artículo se lo he cogido prestado a la película de Peter Greenaway: “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante”.