Yochai Benkler, en La riqueza de las redes (2006), desarrolla un interesante análisis sobre las consecuencias políticas, sociales y culturales de la revolución digital, en especial aquellas que han modificado las viejas prácticas sociales en relación al incremento de la producción colaborativa, bajo dinámicas no centralizadas y modos de interacción distribuida. Estas nuevas prácticas colaborativas de interacción y producción tienen importantes efectos sobre la generación de conocimiento y la propiedad intelectual. Un aspecto que ya fue anticipado en los años setenta del siglo pasado cuando algunos autores señalaban que el conocimiento es un producto social y las cuestiones relativas a su coste, precio o valor son muy diferentes a la lógica de la producción industrial de bienes y mercancías y la teoría del valor trabajo (Habermas, 1971; Bell, 1976).Cuatro décadas después nos encontramos en plena era de Internet y con nuevas formas colaborativas de producción y generación de conocimiento como prácticas sociales pujantes y pioneras atravesadas por las redes de comunicación digital. En este contexto, la producción colaborativa se caracteriza por derechos de propiedad débiles, un énfasis en las recompensas intrínsecas, en lugar de las económicas, y una explotación distribuida y táctica del conocimiento; v. g., software de código abierto como Linux o Wikipedia. Con un alto potencial, en principio, para generar mayores cotas de autorrealización, libertad y autonomía individual, sobre la base de i) un recurso central, la propia capacidad comunicativa humana, la información y el conocimiento; ii) modos de producción social colaborativos y distribuidos; y iii) unas infraestructuras digitales de la comunicación y en red que lo facilitan (Stallman, 2002; Benkler, 2006; Benkler, Shaw y Mako, 2015). Elementos que potencian la reflexividad de las sociedades contemporáneas.En los análisis de autores como Benkler encontramos una propuesta analítica que, dotando de centralidad a una nueva generación de tecnologías y prácticas digitales colaborativas, se contrapone con una interpretación muy extendida entre algunos autores de la segunda mitad del siglo XX. Esta interpretación entendía la tecnología como un instrumento de control social al servicio de la ideología dominante y la podemos encontrar, por ejemplo, en la propuesta de Marcuse sobre El hombre unidimensional (1964) o en el análisis de La sociedad posindustrial, programada y tecnocrática, de Touraine (1971). Sin embargo, esta nueva generación de tecnologías y el uso que los individuos hacen de ellas pueden ofrecer un alto potencial para la libertad de acción, la autonomía individual, la cultura participativa y la propia acción política, de forma simultánea (o en contraposición) a su potencial como instrumentos de control y gestión en las esferas del orden tecno-económico y de la vida social (v.g., la estructura racional tecnológica de la producción, la organización del trabajo, las industrias culturales y el consumo, la «McDonalización» o el Big Data aplicado al marketing, el mundo de la política, la banca y la economía financiera). Esta aproximación implica un nuevo giro analítico en el que la autonomía del individuo se ve reforzada gracias al hecho de que «los individuos son menos susceptibles a la manipulación de una clase instituida legalmente —los propietarios de las infraestructuras de comunicación y de los medios—» (Benkler, 2006: 9). El desarrollo de estas tecnologías supone un giro copernicano en la forma de entender la práctica política por su capacidad para impulsar formas más participativas (Benkler, 2006; Castells, 2009, 2012; Chadwick, 2006, 2009; Chadwick y Howard, 2009; entre otros).No obstante, estos supuestos requieren ser contrastados y revisados a la luz de los datos y de la experiencia social, ya que encontramos dos factores íntimamente interrelacionados en el desarrollo de su propuesta. Por un lado, la propia estructura, configuración y desarrollo de las tecnologías de la comunicación digital, y por otro, la cuestión de los usos y de las prácticas sociales en relación a esas tecnologías. El potencial de esta propuesta analítica radica precisamente en dicha interrelación y por ello implica dar cuenta de esos usos y prácticas, esto es, de los estratos intersubjetivos de la acción social en la esfera de las tecnologías digitales. En caso contrario, el analista puede quedar atrapado en una nueva versión de la clásica visión monolítica de la sociedad, en la que un único principio interno explicativo, el desarrollo tecnológico, explica las diferentes dimensiones de la estructura social y del cambio.Las tecnologías digitales, junto con el ensalzamiento de las prácticas colaborativas que estas favorecen e impulsan, no están exentas de presentar limitaciones y efectos perversos, tanto a nivel individual como de la organización social. Algunas de las críticas a las visiones más optimistas acerca del consenso sobre los efectos democratizadores de estas tecnologías y de las redes colaborativas en los campos de la política, la economía, la ciencia, la comunicación o la cultura[1], aluden al hecho de que, en líneas generales, parece haberse asumido que su uso e implantación están radicalmente asociados per se a mayores cotas de autonomía, participación, igualdad y eficiencia en estas esferas (Kreiss, Finn y Turner, 2011). En líneas generales, tal consenso minusvalora opasa por alto la complejidad de los factores y elementos que configuran la organización social y la importancia de estos en el orden democrático, aspectos como la igualdad ante la ley, la meritocracia o la responsabilidad en nuestras conductas cotidianas. Ejerciendo una importante crítica a algunos de los aspectos y principios clave de las teorías de la burocracia y de la organización social sobre las que se asienta tal orden.Esta crítica se fundamentaría, por ejemplo en el caso de Castells (2006: 29-31), en la superioridad que habrían alcanzado las organizaciones sociales en red respecto a las ‘organizaciones verticales’ y ‘burocracias jerárquicas’ gracias al cambio tecnológico que liberó las potencialidades de las redes: ‘su flexibilidad, adaptabilidad y capacidad de auto-reconfiguración’. Si bien, reconoce que ante escenarios de alta complejidad y un amplio volumen de intercambios, las organizaciones verticales seguirían resultando más eficientes (op. cit.: 29).Existen autores que, sin embargo, han criticado tal consenso acerca de los efectos democratizadores de la democracia digital, Internet y las redes de producción colaborativa en el campo de la política (Hindman, 2009, Cap. 1; Kreiss, Finn y Turner, 2011). Estas críticas y las consecuencias que se atribuyen al desarrollo y aplicación de estas tecnologías rebasan, asimismo, la frontera de la política e incluyen desde agujerosnegros (Castells, 1999) de carácter macro[2], hasta otras que tienen lugar en los campos micro o meso de la realidad social. Así, por ejemplo, en los planos más meso o micro, destacan la banalización de la información y la creciente desinformación, los productos y servicios de baja calidad, el debilitamiento del conocimiento experto y del trabajo profesional (Keen, 2007; Lanier, 2010) o los efectos sobre nuestro cerebro de la lectura on-line que haría disminuir nuestro nivel de comprensión (Carr, 2010). Sin obviar las ciberadicciones, los nuevos trastornos mentales asociados a su mal uso y el acoso digital o ciberacoso, y el riesgo de banalización de las relaciones interpersonales y la cosificación e híper-exposición del yo a través de las redes sociales digitales en la búsqueda de gratificación inmediata[3]. Un fenómeno que conecta con una cultura narcisista del deseo y del consumo (Lipovetsky, 2000) preexistente a la propia expansión, en tiempos más recientes, de plataformas y redes digitales como Messenger, Facebook, Twitter, Instagram, Telegram o Whatsapp, entre otras.Este último fenómeno está relacionado con la búsqueda de identidad y de sentido, en sociedades en las que la identidad ya no queda asegurada por la pertenencia a una clase, grupo de estatus, empresa o partido, o por sistemas de roles y reglas de carácter normativo que están sujetos a constantes cambios, fricciones y conflictos en sociedades que han alcanzado un alto grado de complejidad. Tensiones y cambios que se ven acelerados a la luz del propio desarrollo científico-tecnológico, la centralidad de la comunicación y de la información y el carácter reflexivo que adquieren estas sociedades (Habermas, 1981, 1987; Melucci, 1996; Beck, 1992, 1997). Estos son procesos y dinámicas que implican importantes cotas de incertidumbre y asunción de riesgos, y el repliegue hacia una esfera privada que ya no garantiza la seguridad de la primera modernidad (Beck, Giddens y Lash, 1997). Pero también oportunidades para la autonomía, el desarrollo y la autorrealización personales cuando coexisten los incentivos y las condiciones para que se suscite la acción —no tanto individual, como colectiva—, para generar «nuevas formas de vida», siguiendo a Habermas.Por otro lado, en el plano macro de la realidad social, nos encontramos también, por ejemplo, ante las consecuencias no intencionadas del progresivo desarrollo y aplicación de las tecnologías digitales en el impulso de los mercados financieros y de la financiarización de la economía que amenaza el sostenimiento del Estado de Bienestar y las oportunidades de vida. Un aspecto que también trato en la obra a la que pertenece el presente texto, relacionándolo con el proceso de racionalización de las sociedades contemporáneas y sus efectos no intencionados[4].Algunos autores ven en la fragmentación de los límites entre la esfera profesional y privada, que las prácticas colaborativas y las tecnologías digitales favorecen y estimulan, un incremento en la autonomía y en el poder social y de agencia de aquellos que participan en ellas. Si bien, parece que estos autores pasan por alto, a juicio de sus críticos, un principio clave en la teoría sobre la burocracia—o administración racional—[5]. La disolución de tal distinción puede socavar el funcionamiento de la sociedad, que está basado en normas y reglamentaciones, y debilitar la propia autonomía individual. Así, las redes colaborativas tienen la capacidad de extender nuestra vida profesional a espacios de la vida social que anteriormente eran privados y minar los espacios de autonomía asentados en esta última esfera de privacidad. Si atendemos a la concepción weberiana de la burocracia, cuando cada individuo actúa sólo de acuerdo a su propia moralidad, la justicia en términos de igualdad ante la ley —y la protección que de ella se deriva— queda erosionada. Como ciudadanos ‘privados’ esperamos un trato igual por parte de los profesionales de las organizaciones que prestan servicios y satisfacen demandas, y como profesionales estamos sujetos a la responsabilidad que se deriva de nuestro cargo, a las reglas y a los ciudadanos que servimos (Kreiss, et al., 2011: 249-250).Por otro lado, los académicos del consenso sugieren que la producción colaborativa es más democrática comparada con las formas burocráticas dado que permite a aquellos individuos que carecen de la cualificación y acreditación, en los términos marcados por la organización social, la posibilidad de crear y producir mensajes e información en igualdad de condiciones que sus colaboradores. Sin embargo, Weber y Merton ya nos recordaron que la cualificación y una recompensa acorde al puesto desempeñado es un principio clave de las organizaciones y del orden burocrático si se pretende un trato igual ante la ley, ya que independientemente del origen familiar, el nivel de ingresos o el nivel educativo, los sistemas selectivos fundamentados en la meritocracia y en un sistema de acreditaciones son los que garantizan la propia igualdad.Asimismo, se suele argumentar que las formas burocráticas de organización social presentan un grado de ineficiencia mayor en la producción de información. El conocimiento no reside tanto en los expertos cuya profesionalidad está acreditada como en la propia producción colaborativa de la información que emerge y que tiene un grado de expertise mayor que el de los individuos y las organizaciones formales. Asertos que parecen soslayar que los sistemas de selección basados en el mérito y la cualificación ayudan a asegurar que los individuos tienen las habilidades adecuadas para desarrollar las tareas o roles profesionales sobre los que se sustenta la prestación de servicios públicos y privados (ibíd.: 250-251).Los teóricos del consenso argumentan que las reglas y reglamentaciones hacen a las burocraciaslentas e ineficientes en el tiempo, obviando que las normas y las reglas son las que nos ayudan a asegurar principios como la imparcialidad, la igualdad de oportunidades, la responsabilidad o la inclusividad. Las organizaciones sociales administradas racionalmente, operan con altos grados de imparcialidad gracias a una estructura de reglas impersonales que trascienden y constriñen las acciones individuales. Como Weber señala, la autoridad en estos sistemas y en el orden social moderno se distribuye de forma estable y está estrictamente delimitada mediante normas y reglamentaciones con capacidad coercitiva. Así, los sistemas burocráticos desarrollan normativas que son de obligado cumplimiento en las organizaciones empresariales y en la Administración del Estado que impiden la discriminación por raza, sexo, religión o género, y protegen el principio de inclusividad. En contraste con esto, algunos teóricos del consenso perciben las normas sociales compartidas y los estándares de conducta que gobiernan en las redes colaborativas, como un medio efectivo para el funcionamiento de estas, ya que la libre participación de los individuos en ellas asegura un trato igual para todos. Estos mecanismos de auto-gobierno, desde la vieja concepción de la burocracia, son terreno abonado para el surgimiento de liderazgos carismáticos que, ante la ausencia de normas y reglas legalmente instituidas, deciden sobre el conjunto de los individuos.Mientras que los teóricos consensualistas argumentan que las redes auto-organizadas de carácter colaborativo funcionan igual de bien en campos diferentes como el periodismo, la generación y el tratamiento de conocimientos tipo ‘wiki’ (v.g., los enciclopédicos como Wikipedia) o el desarrollo de software libre, Weber argumenta que los sistemas organizativos fundamentados en la administración racional son los que mejor sirven las funciones particulares que hacen la vida moderna posible. De hecho las cualidades de estos sistemas y los principios de la administración racional en los cuales se asientan eran los que el sociólogo alemán admiraba y temía en la implantación de un orden racional-legal —i.e. formalmente democrático—. La ausencia de estas cualidades y principios en las redes colaborativas sugiere a estos autores que los proyectos colaborativos enmarcados en el ámbito de mayor alcance del nuevo paradigma informacional pueden enfrentarse a serias limitaciones en algunos ámbitos de la realidad social, a no ser que adopten estructuras más formalizadas (ibíd.: 253-254).Algunos de los rasgos que suelen utilizarse para caracterizar a las redes auto-organizadas y colaborativas que surgen en el paradigma informacional (v.g., su naturaleza no mercantil y colaborativa, su carácter ‘comunitario’ contrapuesto a las grandes organizaciones industriales burocráticas) sólo son útiles para conceptualizarlas analíticamente. Esto es, cuando el análisis de tales prácticas colaborativas se aísla y abstrae del marco en el cual se hayan enclavadas las instituciones económicas en las que, y con las que inter, actúan. En última instancia, los que aquí he calificado como consensualitas, por un lado, y sus críticos, por otro, parecen aludir en sus respectivas posiciones a dos concepciones sobre el orden democrático moderno que exploro en el capítulo segundo de la obra a la que pertenece este texto. Una de ellas asentada en la comunidad y la libre colaboración entre sus miembros que apela a su libre voluntad como fuente de legitimidad, y otra que pone el énfasis en la organización social y el establecimiento de normas y reglas como fuente de autoridad.El debate entre ambos enfoques no deja de poner de manifiesto el carácter instrumental de las tecnologías y el hecho de que las prácticas y usos que se hace de esas tecnologías son determinantes. En la articulación virtuosa de ambas posturas parece estar buena parte del código que permita a estas redes colaborativas, y las tecnologías digitales sobre las que se asientan, desarrollar todo su potencial para abrir espacios que se configuren en las válvulas de escape de las jaulas de hierro que atenazan nuestra vida cotidiana, encarnadas en instituciones políticas formales, siempre amenazadas por tendencias oligárquicas, y un orden tecno-económico, que cosifica y deshumaniza al individuo y su vida social y cultural. En numerosas ocasiones a través de, precisamente, redes y plataformas digitales y una (nueva) tecnología intelectual que subyace a tal orden y estas tecnologías[6].En relación con esto, y tal y como lo plantea Jaron Lanier en su último libro Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato(Debate, 2018),quizá no vendría mal hacernos de vez en cuando la siguiente pregunta —aunque suene un tanto radical—: “¿Cómo podemos seguir siendo autónomos en un mundo en el que nos vigilan constantemente y donde nos espolean en uno u otro sentido unos algoritmos manejados por algunas de las empresas más ricas de la historia, que no tienen otra manera de ganar dinero que consiguiendo que les paguen por modificar nuestro comportamiento?”[7]. O cuando incluso nuestros datos son obtenidos de forma fraudulenta y utilizados para cercenar la propia esencia de la democracia, véase el siniestro caso de Cambridge Analytica.A este respecto y enlazando con los efectos de las tecnologías digitales en nuestra vida social, que señalábamos con anterioridad. Corremos el riesgo de convertirnos, en tanto que desinhibidos, despreocupados y asiduos usuarios de plataformas y redes digitales retraídos de la esfera pública, en ‘sujetos muy activos’’, pero pasivos objetos de poder —aún legitimado— y consumo inmediato. Esto parece ocurrir muy a nuestro pesar, o quizás no…, sobre todo, para el conjunto de personas más activas y dispuestas para un tipo de intercambio virtual de imágenes y mensajes descontextualizados, vacíos de contenido y sin ningún tipo de carga conflictual o contra-cultural, que tienden a poner el foco únicamente en su esfera privada, y en dar satisfacción a su ego mediante la construcción de una imagen sublimada de sí mismas, enmascarando de este modo sus jaulas de hierro y derrotas más cotidianas.Una difusión e intercambio de información dirigido en última instancia a proyectar públicamente, en un escaparate virtual, muy diversas y fácilmente asimilables y reconfortantes presentaciones del self, que queda despojado de su propia naturaleza reflexiva —resultado de la comunicación con los demás en nuestras interacciones cotidianas cara a cara—. Este tipo de usos y prácticas con frecuencia no implican un desplazamiento de los límites marcados por los sistemas normativos e instituciones económicas, sino todo lo contrario, su reproducción. Esto ocurre a través de la emulación simbólica, —en consonancia con la propuesta ya clásica de Thorstein Veblen—, de los grupos sociales o “celebridades” con mayor reconocimiento popular en el campo de las industrias culturales y del ocio (v.g. el cine, la televisión, la música, la moda, la fotografía, el deporte) o de las propias redes digitales. Cuando no, a través de la búsqueda del like de alguna de dichas ‘celebridades’ o influencers que permita escalar virtualmente en el escalafón de prestigio que se construye en el seno de la comunidad de seguidores de dicha figura.¿Es esta su particular forma de autonomía y de enfrentar las jaulas de hierro que atenazan a nuestras sociedades y nuestra vida social? ¿Son conscientes, siguiendo la tradición inaugurada por Tocqueville, de las implicaciones que para nuestras democracias tiene el hecho de que se generalicen y sistematicen un tipo de prácticas que centran a los individuos en su esfera privada, haciéndolos más proclives al abandono de los asuntos públicos y de sus relaciones sociales en grupos sociales intermedios de la sociedad civil?Siendo conocedores de las destrezas y del dominio de estas tecnologías por parte de las personas que desarrollan estos usos y prácticas en la esfera digital, ¿manifiestan alguna voluntad o predisposición —de carácter mayoritario— que compense dichas prácticas mediante su participación activa en redes auto-organizadas y colaborativas en dicha esfera —más allá del voluntarioso, pero cómodo ‘clickactivismo’ y derivados, en muchas ocasiones, de pura pose pseudo-influencer—[8]?, ¿y hacia la participación en colectivos y asociaciones de la sociedad civil en la que estas tecnologías pueden jugar un papel clave para incrementar su poder de persuasión colectiva como agencias de reflexividad social?¿Puede una ética de la responsabilidad, volviendo de nuevo a Weber, guiarnos e iluminarnos en nuestros usos y prácticas sociales en la esfera digital y en la búsqueda de un equilibrio entre esfera pública y vida privada? En tu visión del mundo y en los valores que guían tu acción, en ti, está la respuesta.Rubén DíezEste texto es una versión adaptada y actualizada de parte del epígrafe “El paradigma tecnológico y la acción social” incluido en el libro “Democracia, dignidad y movimientos sociales” publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas.REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICASBeck, Ulrich (1992): Risk Society. Towards a New Modernity. London: Sage.——————— (1997): “La reinvención de la política: hacia una teoría de la modernización reflexiva”, en U. Beck, A. Giddens y S. Lash (comp.). Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno. Madrid: Alianza.Beck, Ulrich; Giddens, Anthony y Lash, Scott (comp.) (1997). Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno. Madrid: Alianza.Bell, Daniel (1976): The coming of Post-Industrial Society. A venture in social forecasting. New York : Basic Books Inc. 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New York: , Random House.[1] Autores como Yochai Benkler, Andrew Chadwick, Henry Jenkins o Manuel Castells serían algunos de los exponentes de dicho consenso.[2] El aumento de la desigualdad, la polarización social o la pobreza y la exclusión, dado que importantes segmentos de economías y sociedades quedan fuera de las redes de información, riqueza y poder que caracterizan al nuevo sistema (ibíd.).[3] He podido experimentar con estos procesos recientemente en mis propias conductas y relaciones sociales con algunos estudiantes universitarios en un interesante, pero arriesgado proceso de flexibilización y relajación de mi rol docente.[4] Véase El proceso de financiarización y los mercados en “Democracia, dignidad y movimientos sociales”.[5] El análisis que sigue proviene de la interesante discusión que Kreiss, Fin y Turner (2011) plantean acerca de los límites de las redes de producción colaborativa a partir de la teoría clásica de la organización social y de la burocracia desarrollada por Weber y actualizada por Merton.[6] Véase La ‘nueva tecnología intelectual’ y los animal spirits.[7] Véase Jaron Lanier y sus diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato.[8] A este respecto parecen interesantes destacar, no obstante, algunos usos con mayor carga política y potencial de auto-empoderamiento, que (como prácticas emergentes) si tienen potencial para desplazar los límites de los sistemas normativos que atañen a determinados aspectos de la vida social, muy frecuentemente en intersección con el mundo del arte y las prácticas de orden contra-cultural. Véase por ejemplo, en relación a las cuestiones de género y el feminismo, el post The Feminist Politics of #Selfies de Alicia Eler, crítica cultural y autora de The Selfie Generation (Skyhorse Publishing). O en español El selfie como herramienta de empoderamiento. Desde el ámbito académico puede verse Love thy selfie: girls, selfies and gendered spaces, o este otro post publicado por The Clayman Institute for Gender Research de la Universidad de Stanford, The selfie as a feminist act.
Mucho han cambiado las cosas desde que pensábamos en Miró al contemplar un amarillo rotundo. O en Magritte al ver un determinado azul que nos remitía al cielo. Ahora los artistas son otros. Y los colores que nos identifican con el mundo también. Amarillo Snapchat, azul Twitter, verde Wallapop. La…