Pertenezco a una generación que se educó, o la educaron, en castellano. Guardo el recuerdo de un día en que siendo muy pequeña, unos 4 años, una profesora me dijo que en el colegio no se podía hablar en catalán y que lo hiciese en castellano.
Guardo también otro recuerdo que se contrapone al primero: mi padre comprándome los números de la revista Cavall Fort encuadernados en varios tomos. Cavall Fort era, sigue siéndolo, un delicioso cómic infantil escrito en catalán-el único que podía encontrarse en aquella época-, con el que aprendí jugando la gramática que no me enseñaban en la escuela.
Y un tercer recuerdo, protagonizado por mis abuelos. Durante los años 50 fueron a Zaragoza a pasar unos días, al llegar mi abuelo llamó a mi madre para decirle que estaban bien. Apenas acababan de empezar a hablar cuando escucharon la voz de una operadora que interrumpía la conversación privada en catalán para decirles en castellano: “Hablen en la lengua del imperio”. La lengua del imperio. Fin de los recuerdos.
Actualmente, tanto el castellano como el catalán forman parte de mi cotidianidad. Puedo, como todos los que vivimos en Cataluña, empezar una frase en castellano i finalitzar-la en català sense ni tan sols ser conscient d’això. O començar-la en català y acabarla en castellano. Tanto da. Tant se val.
Escribo en castellano por la educación que recibí, pero pienso en catalán por el mismo motivo. Para los antiguos egipcios la mente se hallaba en el corazón, no puedo estar más de acuerdo con ellos. El catalán es para mí, más allá de cuestiones idiomáticas, un lugar. El lugar de encuentro entre mis vivos y mis muertos. La gente a la que quiero, la gente a la que he querido. Un espacio acogedor donde se produce el milagro de volver a escuchar la voz añorada y la risa de mi madre o las palabras portadoras de historias que contaban mi padre, mis tíos y mis abuelos. Algo grande que sin embargo cabe en el acento de una í, la de mi nombre: Sílvia.
Dentro de un mes y medio nacerá en Sevilla la hija de mi sobrina: Martina. Mi sobrina le hablará en italiano, el idioma de la familia de mi cuñado. Su padre, sevillano, le hablará en castellano. Y mi hermana le hablará en catalán.
Martina vivirá en Sevilla, aunque tal vez acabe viviendo en Roma, Singapur o París y hablando otras lenguas. Espero que algún día, cuando sea mayor, quizás muy mayor, piense en el catalán como el idioma en el que su abuela le decía T’estimo.
Pia Chalamanch